Asalto
Martes, 5 de marzo. Son casi las ocho de la noche y me dirijo conduciendo mi coche a la calle de Francos Rodríguez; me encuentro con tres o cuatro pequeñas motos, cada una con dos personas, circulando contra dirección y frente a mí. Unos metros antes de llegar a mi altura, y ante mi asombro, suben a la acera, se sitúan frente a la puerta de una joyería y dos o tres de estas personas comienzan a golpear los cristales y la puerta con enormes mazas de construcción.
Lógicamente, cojo mi teléfono y doy aviso al 112. Primero suena una sintonía hasta que lo cogen, y después no llaman directamente a la policía, sino que me pasan con ella, con lo que tengo que contar dos veces lo que está sucediendo.
Incluso el policía me llega a preguntar si hay gente dentro del local (en primer lugar, era dentro de horario comercial, y en segundo lugar, qué más da, si se está produciendo un delito flagrante). Desconozco cuál sería el desenlace, ya que al día siguiente no vi nada en la prensa, pero puedo asegurar que la sensación de impotencia y frustración que sentí jamás la podré olvidar. En la calle, a aquellas horas, había cantidad de personas que iban y venían y miraban, pero ninguna intervino.
Lo comprendo porque daba miedo, pero esa sensación de inseguridad tercermundista no es propia de un país europeo de primera fila donde por lo menos se empeñan nuestros gobernantes en situarnos. Es más bien una inseguridad propia del Lejano Oeste o de países en vías de desarrollo. ¿Por qué no había una patrulla policial cerca? ¿Por qué a esas horas juegan los delincuentes con tantas ventajas? Saben de los muchos problemas de tráfico de Madrid, se mueven en motos pequeñas, pero ¿por qué la policía no lo hace igual?
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