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Tribuna
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Ahí en Europa

Durante un tiempo trabajé como peón en un hospital de la NATO, en la Renania. Cargaba y descargaba camiones y una vez tuve que hacerlo justo al otro lado de la frontera con Holanda. Compartía la tarea un joven holandés, fornido y barbitaheño. Quiso saber 'qué clase de idioma habláis allí', o sea, en España. Yo era joven y vehemente, pero se me daba un ardite (de) Alemania, Holanda y el camión de los muebles. De España conservaba un sabor a hiel, así que me reí por toda respuesta al rozagante y docto garzón. Ni nosotros sabemos nada de ellos ni ellos de nosotros, pensé con fría ecuanimidad.

Trabajé luego en una imprenta. Allí los obreros se acordaban mucho de la División Azul y a los españoles nos tenían por tan bravos como eran ellos mismos, si bien navajeros. De su propia historia no sabían nada. Yo me soltaba con una cantata de Bach, por fastidiarles, y no es que desconocieran la cantata, cosa perfectamente presumible, sino que no les sonaba el autor. Para ellos, el mundo exterior era la barbarie rusa, la rapacidad francesa y la estúpida arrogancia británica. A los americanos les querían a regañadientes. Los italianos eran todos sicilianos matafaisanes. Estaba muy reciente el recuerdo de la guerra y había tropas de ocupación y empezaba a ver inmigrantes. Cuatro alemanes en una trinchera liquidarían a una docena de ingleses de la trinchera de enfrente, dijo uno. Uno contra tres. De haber dicho cinco aquí serían quince allí, seis harían dieciocho. Otro declaró que los franceses eran ladrones, carroñeros, vagos e inútiles. Saltó una obrera-campesina renana y se enrocó en su audaz discrepancia: los franceses sabían vivir, los alemanes sólo trabajar. Breve y apocado silencio y luego murmullos de colores varios en el senado. Me divertí locamente, como diría Huxley. Con el tiempo acabé de saber lo que siempre había sospechado: de cabeza en abajo, la apiñada familia europea es una colección de tópicos y encima, todos ellos falsos. Era así entonces y sigue siendo así ahora. No me hablen de la influencia del turismo de masas porque será obligarme a vomitar sapos y culebras. El turismo (que no es el viaje) e Internet deforman el desconocimiento mutuo. En el más optimista de los casos, y de cabeza en abajo, Europa se conoce a sí misma no mejor que la conocía Sancho Panza, quien dicho sea de paso consideraba compatriota suyo al morisco Ricote y familia; y lamentó profundamente la expulsión.

Aquí en España hay personas a las que les cuesta asimilar que en algunas autonomías se hablen dos idiomas, pero no faltan tampoco quienes lo asimilan con un fervor cuasi místico. Esto puede extenderse a determinadas costumbres y usos locales menos conocidos. Personalmente, me inclino por la diferencia, aunque no comulgo con la murga según la cual el abrazo entre culturas es enriquecedor en sí mismo. Lo será para unas élites, pero yo me refiero a pueblos en su conjunto. La antigua Grecia fue incapaz de unirse, a pesar de que se reconocía la existencia de una unidad subyacente. Tampoco dio más de sí la fabulosa Italia del Renacimiento, una especie de communitas communitarum. En nuestra época, sin embargo, y dado el espectacular avance de la técnica, que es siempre homogeneizante, o contenemos la técnica o la hacemos cómplice de la diversidad, aunque para ello tengamos que subvertir sus leyes internas; si es que llegamos a tiempo para hacerlo. El fomento de la diversidad es, en ambos casos, deseable, pues de lo contrario se nos echa encima el mundo feliz de Aldous Huxley, una pesadilla que ya se está introduciendo en nuestro sistema de valores. ¿Cómo? Por supuesto, destruyéndolo, haciendo del mundo un solar como primer paso. Pero hay que ser cautos. Si los ibéricos viajamos por España es precisamente porque sabemos que vamos a toparnos con diferencias y porque las percibiremos como tales, no como exotismo. El exotismo nos seduce y, generalmente, con más fuerza que la diferencia. Pero en contraste con ésta, es un momentáneo estado de conciencia que no queda asimilado a nuestro acervo cultural. Lo exótido es un impacto, fuerte pero de duración limitada, salvo en el caso de algunas conversiones paulinas. En cambio, la diferencia no es más que la comprobación de primera mano de una vivencia virtual, que de este modo alcanza la categoría de vivencia pura (para los optimistas) o de pura vivencia (para los pesimistas). Menos da la piedra del exotismo.

Sería exagerado decir que para el hombre medio de por estos pagos Europa es exótica. No lo es incluso para los que nunca han salido de casa y a pesar de los esfuerzos de la industria turística por restregarnos lo espectacular, lo característico y lo idiosincrático. Pero si algo nos salva de caer en la más absoluta alienación, es lo mismo que nos condena: la técnica. En este sentido, el euro -que es una técnica- supone indudablemente un paso adelante en la buena dirección. Con todo, uno sigue sin ver clara la unidad europea. Cierto que la llamada casa común no podía empezarse sino por el tejado, pues esperar a las condiciones objetivas para los cimientos sería una carrera perdida contra un tiempo cada vez más comprimido en un planeta cada día más apremiante. Pero la alternativa única no debe hacernos olvidar que es única y que para el ciudadano medio Europa no es todavía más que una mera abstracción, una sensación de cercanía y de apiñamiento. Los constructores de este edificio están muy conscientes de su carácter económico, incluso político; pero sólo lejanamente cultural. Dice Ulrich Beck: 'No existe ningún periódico realmente europeo, ni programa de televisión que merezca tal calificativo por ser capaz de ganarse al público europeo y de reducir las cuotas de los programas televisivos nacionales'.

Entre los estudiantes de la ESO, el país que se lleva la palma del interés y de la simpatía es Estados Unidos, por delante de alemanes, franceses y holandeses. Me limito a consignar el hecho, constatado por un estudio de La Caixa salido en EL PAÍS. 'El 80% de los alumnos de la ESO sólo sabe mencionar seis Estados de la UE'. Sigue un rosario de despropósitos conceptuales. 'Hay una fosa entre los ciudadanos y las instituciones europeas', dijo lo que ya sabíamos el primer ministro Belga Guy Verhofstadt.

Hoy por hoy, Europa es una patria en busca de ciudadanos. Carente del patriotismo que a otros les sobra.

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Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.

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