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Columna
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Pasión de cine

En la madrugada, hora local, del domingo de Ramos, la Academia de Hollywood entregó sus preciados trofeos en una ceremonia procesional y pagana en la que desfilaron viejas y nuevas glorias del panteón cinematográfico, glorias efímeras, estrellas fugaces de un firmamento virtual de emociones y ensoñaciones.

Cuando el Estado español era explícitamente confesional, católico, apostólico y nacionalsindicalista, la Semana Santa abría un paréntesis de obligado cumplimiento para la población autóctona.

Como putas en Cuaresma, las películas profanas desaparecían de las carteleras, obligadamente penitenciales, de las salas de cine, que por decreto se veían forzadas a programar filmes piadosos, evangélicos, cristianos y moralizantes, preferentemente historias biográficas y hagiográficas de los últimos días de la vida terrenal de Jesucristo, su pasión y su martirio, un subgénero muy frecuentado por cineastas de muy diversas tendencias pero que, salvo contadas excepciones, nunca dio grandes frutos en la pantalla, entre otras cosas porque es muy difícil captar la atención de los espectadores con una historia cuya exposición, nudo y desenlace se conocen de antemano y hasta los últimos detalles; una historia que acaba mal aunque en un ingenioso giro resucite a su protagonista en los últimos fotogramas.

Los desaparecidos cines de reestreno y sesión continua, de precio módico y programa doble, fueron escuela de cinéfilos pobres, albergue de vagabundos sin techo en busca de calor, santuario de escolares absentistas y refugio de parejas de hecho, ajenas a la proyección porque sólo tenían ojos y manos para ellos.

El estado de los filmes que proyectaban los cines de barrio sembraba la duda y la incertidumbre de los espectadores, que no sabían si los saltos, los cortes y las elipsis se debían a la acción de la censura, a la deficiente conservación de la copia o al innovador lenguaje del director de la cinta.

La variopinta clientela de los cines de barrio soportaba con resignación, entre débiles protestas y chuscos comentarios, la periódica fumigación con aroma de 'ozonopino' que los acomodadores, investidos de autoridad por su marcial uniforme y su indiscreta linterna, repartían generosa y periódicamente sobre sus cabezas. La fiel parroquia de los cines de programa doble y reestreno preferente no tenía muchas exigencias y apechugaba con las más insólitas combinaciones, fieros piratas y heroínas de melodrama, hazañas bélicas y comedias románticas, el western con el musical y el No-Do como aperitivo obligatorio.

En Semana Santa la programación era mucho más homogénea y reiterativa, y la taquilla flojeaba. Quo Vadis, La túnica sagrada, Rey de Reyes y Los diez mandamientos encabezaban la clasificación internacional, y en la cosecha autóctona competían El Judas, Molokai, Marcelino Pan y Vino y Los misterios del rosario, con guión del padre Peyton, autor de aquel exitoso lema: 'La familia que reza unida permanece unida'. Los cinéfilos y los progres, los progres cinéfilos y los cinéfilos progres aprovechaban tan aciagas fechas para visionar o revisionar El Evangelio según San Mateo.

Desaparecieron la censura y la clausura, la penitencia pasó de ser obligatoria a voluntaria y también desaparecieron, aunque por diferentes motivos, aquellos cines de segunda con sus dos películas, o medias películas por sus cortes y recortes.

La industria del cine, acorde con los tiempos. apuesta por lo efímero y prefiere el remake a la reposición, las secuelas a las revisiones. Sus estrellas se apagan pronto, sus astros pierden su brillo en poco tiempo, la oferta se adelanta a la demanda y abruma a la clientela con un recambio continuo, un relevo tajante que lucha contra la consagración de las estrellas, sus mitos y leyendas.

Los cines de reestreno, con su menú económico y su programación aleatoria, sucumbieron sin pena ni gloria, y también lo hicieron los orgullosos palacios del cine, que, como esos edificios históricos 'rehabilitados', se fragmentaron en minicines funcionales y asépticos por los que todo pasa y nada permanece.

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