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Isabel, pero no Fernando

Hace poco, los obispos españoles reiteraron la propuesta a quien correspondiere decidirlo de que la reina Isabel de Castilla fuera proclamada santa. O sea, una más en la ronda de figuras muertas e invisibles generalmente conocida como el 'culto de los santos'. Todos los santos, por supuesto, están en sus tumbas aguardando pacientemente la resurrección, que se prevé distante. Mientras tanto, estas tumbas son la conexión entre el Cielo y la Tierra, lugares, pues, de privilegio.

Sólo alguien muerto puede ser santo. Y aunque esté en el cielo también está en su tumba, y su cadáver puede ser desmembrado y repartido en forma de reliquias. Santos y mártires son íntimos de Dios, y esta cualidad les otorga poder de intercesión y puede procurar, si debidamente rogada, protección a sus congéneres mortales.

De esta manera, los obispos habían conseguido a finales del siglo VI convertir los cementerios de las afueras de la ciudad en centros activos de la vida eclesiástica de la región. El apóstata emperador Julián acusó a los cristianos, los 'hombres nuevos', justamente, de 'haber llenado el mundo entero de tumbas y sepulcros'. No advirtió que también se llenó de peregrinos, órdenes y severidad. El 'culto de los santos' fue un instrumento de prodigiosa eficacia en la difusión y construcción del orden cristiano, mundano y urbano, donde el obispo era el representante administrativo de una potencia ligada a seres invisibles.

Resulta banal, a la vista del éxito obtenido, discutir los criterios que los obispos utilizan para crear santos. La calidad de este éxito puede notarse en el hecho de que algunos, incluso no-católicos, llegan a suponer que la guía de santificación es algo tan indefinible como la bondad, una compostura moral genérica por todos aceptable. Si en algún caso la Iglesia, en la elección de un santo, la contraviniera; si, sencillamente, hiciera un mal santo, resultaría ser una perversión del procedimiento. Ello no es cierto y es sólo prueba de una engañada percepción de cómo históricamente se hicieron los santos. No hay, pues, santo malo. Pero, ¿por qué sólo Isabel y no también Fernando? Los Reyes Católicos siempre, en efecto, han sido dos. Es comprensible que los obispos recelaran de proponer un santo doble. San Reyes Católicos podría resultar, quizá, lingüísticamente chocante. Pero ello no explica la preferencia por Isabel. La elección conlleva además, de forma inevitable, proclamar eternas dudas sobre el rechazado, cubrirlo de una temible sombra. Puesto que hicieron, reconocidamente, lo mismo, Fernando, el rechazado, debió hacerlo con alguna imperfección. Pero no se dice.

Es probable que los obispos, al destacar a Isabel en detrimento de Fernando, se apoyen en la apreciación historiográfica mayoritaria que también considera a Isabel como personaje de calidad distinta y superior al otro rey católico. En este sentido, la santidad propuesta refrendaría un consenso historiográfico español de presuntos seglares. Admitida la diferencia, más complicado resulta saber en qué consiste.

Lo que hicieron los Reyes Católicos está, sin embargo, claro. Hicieron la unidad de España, penosamente rota tantos siglos atrás, fundaron el Estado moderno, del cual el actual es longeva y afortunada posteridad. Empezaron, en suma. Para hacerlo, para constituirse en origen y ser tenidos después por tal debieron afanarse en unificar un Estado y perseguir y destruir sus enemigos. No ignoro que los procesos que conducen a decidir qué y quiénes son los enemigos son refinados y procelosos. Pero en 1492 la identificación y persecución hasta el exterminio estaban hechas. Se tuvo que improvisar rápidamente un juicio identificatorio de los indios a la par que se inauguraban formas de conquista cuya consolidación requería procedimientos nuevos, inseguramente experimentados. Había una larga y robusta tradición teológica que facilitaba la persecución de judíos y moros. Pero lo de los indios no tenía precedentes. Judíos fuera y moros también, aunque no, por el momento, todos. Hay que destacar una diferencia notable.Los judíos no eran una sociedad ni territorial ni políticamente aparte como Granada, el resto final de al-Andalus. Fueron expulsados, pero no conquistados.

No pocas cosas, pues, hicieron los Reyes Católicos. Por un igual. Sin embargo, como he señalado antes, no montan parecidamente en punto de santidad.

Podría decirse que el hecho de que Fernando fuera varón y catalán pesara en contra de él. Es poco creíble que ello fuera suficiente para descartarlo. En la repartición historiográfica que se ha hecho, a Isabel se le ha atribuido ser la convicción intelectual, el propósito de fe, la orientación imperturbable que la fundación del Estado nacional requería. Fernando, en cambio, hacía los detalles, las guardias, los turnos de noche, la hiriente intriga, era el que daba tormento. Por ello pasó a ser, tal vez, la turbia figura en la cual Maquiavelo encarnó su análisis del funcionamiento real del poder político. Isabel, mientras, se había convertido, ajena a los tumultos, en la remota madre de la evangelización de los indios. La propuesta de los obispos de que ocupe un lugar en el antiguo 'culto de los santos' ha suscitado algunos desacuerdos que buscan su fundamento en la supuesta intolerancia de Isabel, compañera en ello de Fernando. Quien expulsara a los judíos no puede ser propuesta como santa, ejemplo de cristianos. Quizá. Pero es una forma pérfida de escribir la historia. Por dos motivos: uno, si no se hubiera expulsado a judíos y conquistado moros el resultado social final habría sido otro que sólo muy especulativamente puede ser atisbado. Pero fue el que ha sido. Y dos, quienes señalan la intolerancia no parecen incluir en ella la que se tuvo con los moros conquistando Granada. Se da por hecho que la reconquista territorial era condición imprescindible de la nación que empezaba. Y punto. Los obispos han elegido, por tanto, bien. Sea santa, pues, Isabel, pero no Fernando.

Miquel Barceló es catedrático de Historia medieval en la UAB.

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