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LA CRÓNICA
Columna
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Osos para las desgracias

Les escribo un poco conmovida, porque hoy me alojo en el mismo hotel de Nueva York donde se aloja Jordi Vilajoana y su séquito cuando van a Nueva York en supermisión divulgativa de la cultura y la lengua de Joel Joan, que es la nuestra. Es el mismo hotel, Roger Smith, donde un grupo de catalanes de la ciudad se reúnen los viernes. A lo mejor he dormido en la cama donde los poetas de la misión se han recitado sus obras (los poetas -y más los catalanes- suelen ser dados a recitar). Pero estoy aquí en otra misión de plumíferos, porque venimos a hacer una entrevista, no se crean. El caso es que aprovecho para ir a ver el World Trade Center y en la cola, me cuentan algo increíble.

Llueve, y ver la Zona Cero es como ver los cimientos de un aparcamiento subterráneo. Te asomas a una barandilla y ves hierros y cemento. Antes tienes que sacar un tique gratuito, y luego esperar tu turno. Hay una valla que delimita la libre circulación. En ella han atado tarjetas, flores, sábanas con nombres sucios (pero todo esto ya se ha visto por la tele). Entramos ordenadamente. A mi lado hay dos judíos, de esos que salen en las películas, con sombrero de copa y los dos rizos de pelo colgando a ambos lados de la cara. Veo (y en esto nunca me había fijado) que llevan los sombreros metódicamente forrados de plástico transparente, como papel de ése para envolver bocadillos, y adivino que todos los judíos de la ciudad tienen previsto este sistema para la lluvia. Los dos rizos les chorrean. Un guardia mascador de chicle nos da instrucciones con una desgana inmensa, gigante, el Karl Lewis de la desgana. Nos dice: 'Pasen por aquí'. Todo el mundo, en la cola, exclama: 'Jesus Christ!' y 'Oh, my God!'. Lo dicen en voz alta, porque tienen ganas de hablar. El policía también. Le pregunto: '¿Usted estuvo aquí el 11 de septiembre?'. Al oír eso me suelta un torrente de palabras. Me explica que sí, que estuvo trabajando. Evacuó a las personas de los edificios de los alrededores del World Trade, porque había peligro de que cayeran. Una chica joven, de pelo largo, que también hace cola, fue precisamente una de las que tuvo que abandonar su casa; la llevaron al Saint Vincent Hospital. Dice que viene a menudo a peregrinar, aunque llueva. Del bolso (protegido por una capelina amarilla) saca un tríptico que me ofrece. Pone: 'Derrumbadas pero no olvidadas'. Y hay una foto de las torres. En las páginas interiores, una tal Shelly Genovese ha escrito cómo fueron las últimas horas de su marido, con un estilo seguramente sincero pero que no puede conmover: 'El teléfono sonó esa mañana, pero Steve siempre desconectaba el auricular de mi cama, así que dormí hasta que tuve que levantar al niño: 'Shelly, levántate, contesta al teléfono, pon la tele'. Después, la chica, me apunta la dirección de una parroquia, por si quiero ir a rezar. Billy Graham NY prayer Center. 133 West, 25th Suite 4E. Cuando le pregunto qué hizo ese día en el hospital, explica que la llevaron a una sala con los demás evacuados, donde una enfermera les dio un oso de peluche, de color marrón o blanco a elegir. Se lo daban a todos los evacuados, que eran muchos. Y ahí está lo que a mí me parece increíble de la historia. Era un osito con fines terapéuticos. Una enfermera o psicóloga, no lo recuerda, les decía: 'Abracen al peluche, estrújenlo, bésenlo, péguenle, lloren con él si les apetece'. Les daban un oso para desahogarse. Le pregunto a la chica si ella lo usó, si se desahogó, y dice que un poco. Lloró, pero no fue de las que más. Parece -según cuenta- que ejecutivos y ejecutivas con su traje (eso lo destaca como para que entienda el contraste curioso de alguien muy digno y bien vestido, pero llorando) babearon y moquearon a sus peluches de colores blancos o marrones. Algunos les pegaron. Seguro que no faltó quien les quitó los ojos como hace Mister Bean con el suyo, pero esta vez en serio. Otros les increparían: 'Oso, díme ¿por qué?'. Algunos les arrullaron como a niños. De cada peluche colgaba una libreta, donde la chica recuerda que había escritas frases de autoayuda, teléfonos de la esperanza o pensamientos positivos. Nosotros los catalanes, la cosa más parecida a esto que hemos visto, es la serie del K-3 Shin Chan. En ella, en un contexto ridículo, de parodia, la vecina del protagonista aporrea sin piedad un oso de juguete para desahogarse. Me quedo los trípticos, en los que también hay oraciones y un mensaje del presidente Bush, y vuelvo al hotel. Le pregunto al director, el amable Jordi Castellón, si lo que me ha dicho la chica es verdad. Me contesta que por supuesto. Que el Teddy Bear es un muñeco representativo de la ciudad, y que si quiero comprar uno como los que daban en el hospital, puedo ir a la tienda FAO, entre la Quinta avenida y la calle 58. ¿Pero en el hospital los compraron o dadas las circunstancias fueron un regalo? Me imagino a alguien chillando: '¡Rápido! ¡Necesitamos osos, por Dios, por lo menos 500!'. Alguien yendo a buscarlos, otro alguien diciendo 'sólo tenemos 200, habrá que llamar a la fábrica'. Ya ven. Ahora en las desgracias te dan un oso. En la tumba de Lady Di y en las carreteras donde hay accidentes se empiezan a poner osos. Es curioso que sea un oso, y no una girafa, un mono o un perrito de peluche. Es precisamente un oso.

Voy a Nueva York, y en la cola del World Trade Center descubro algo increíble: existen los ositos terapéuticos

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