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Columna
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Rebeldía

¿Qué otra opción le quedaba a este joven que en la noche del viernes luchó por regenerar el mundo de sus padres? Hubo un tiempo, no tan lejano, en que la rebeldía constituía la esencia de la juventud. Eran rebeldes los hijos en casa, los obreros en la fábrica, los estudiantes en clase. Aunque en la mayoría de los casos esta rebeldía se debía sólo a la desazón de la sangre, no obstante, estaba unida a la conciencia de que la sociedad era esencialmente injusta y había que cambiarla. Se tenía también la creencia de que nadie llegaría a ser grande si en un momento de su vida no quebrantaba el orden constituido, exhibiendo alguna rareza. Parecía evidente que la locura aplicada al arte, a la ciencia y a la conducta llevaba inexorablemente a la genialidad y del mismo modo que Van Gogh se había cortado una oreja y a Einstein lo suspendieron en matemáticas, era lógico pensar que cualquier clase de subversión llevaría a un mundo nuevo. Pero, de pronto, al finalizar el segundo milenio cayó un telón, que esta vez no fue de acero sino de seda, para aislar a los jóvenes más aplicados, a quienes se les notificó oficialmente que la historia por fin acababa de poner las cosas en su sitio y no había que moverlas. Los viejos marxistas semejaban figuras de cartón, en contraste con muchos de sus camaradas que ahora hablaban de cosechas de vinos, vestían chaquetas de cachemira y ensalzan a la derecha en el poder. Los padres de este joven pertenecían a esa índole de gente satisfecha. Le dijeron a su hijo que la rebeldía debía sacrificarla al don de la rentabilidad. Si las protestas pacíficas eran ridículas y las manifestaciones violentas podían ser inscritas en el terrorismo, ¿qué espacio de rebelión le quedaba a este joven que durante esa noche trabajó en una ONG recogiendo mendigos e inmigrantes sin techo por la calle? Su labor parecía una obra de caridad, pero al final de ese día realizó un acto revolucionario. Al llegar a casa se encontró a sus padres aposentados frente al televisor contemplando con la baba caída de felicidad el programa basura en que un villano cobraba cinco millones por contar el adulterio de su mujer y luego participaba en un concurso de genitales. Este hijo rebelde, que cegado por una nueva luz, tal vez se convirtió en un airado precursor, tuvo un rapto de inspiración. Agarró del brazo a sus padres, los llevó hasta la puerta, los echó a la calle, cerró la casa y los dejó a la intemperie por una noche a merced de atracadores, mendigos y otros desesperados.

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