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ANÁLISIS | NACIONAL
Columna
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Un coñazo somnífero

LOS APLAUSOS de los diputados del PP y los elogios de los medios gubernamentales a la intervención, el pasado lunes, de Aznar en el Congreso sobre los resultados de la reunión del Consejo Europeo de Barcelona sirvieron seguramente de acicate al jefe del Ejecutivo para leer dos días después una variante reducida de su somnífero y celebrado discurso ante el hemiciclo de Bruselas. La cortés acogida dispensada por los parlamentarios europeos (socialistas incluidos) al representante del país europeo que ocupa la presidencia semestral de la UE no fue óbice para que el orador captara el aburrimiento del auditorio: con cínica desenvoltura y una pizca de sadismo, Aznar comentó a micrófono cerrado a su séquito: '¡Vaya coñazo que he soltado!'.

Tras informar al Congreso de los Diputados, el presidente del Gobierno español da cuenta al Parlamento de Bruselas de los resultados del Consejo Europeo celebrado hace una semana en Barcelona

La cumbre de Barcelona había servido anteriormente de pretexto a los servicios de propaganda públicos y privados del Gobierno para presentar sus resultados (precocinados por las negociaciones diplomáticas y determinados por las relaciones de fuerza intracomunitaria) como una gesta heroica personal de Aznar; corchos flotando inertes sobre las olas, los políticos situados en la cima del poder suelen ceder fácilmente a la tentación de creerse los príncipes de las mareas. Se diría que la elogiable decisión de Aznar -beneficiosa para los intereses generales y los suyos propios- de autolimitarse la duración de su mandato ha producido un efecto perverso de sobrecompensación: los juguetones ministros y portavoces del PP, atraillados por el presidente del Gobierno para mordisquear a Zapatero, compiten luego para cantar sus glorias. El ministro Trillo, aplicado lector de Shakespeare, debería tener la lealtad de informar a su superior sobre las ambiguas relaciones de amor y odio que unen a los cortesanos con los poderosos.

El presidente del Gobierno no sólo ha contraído esa enfermedad profesional del oficio político que es la megalomanía; su intervención en el Pleno del Congreso mostró también una dolencia generalmente asociada a la vanidad: el estreñimiento para reconocer errores. El ejercicio pacífico del derecho de manifestación que reunió en Barcelona el pasado fin de semana a no menos de 300.000 personas desmintió las atolondradas predicciones y las alarmistas advertencias del Gobierno sobre el inminente desembarco de las hordas del Eje del Mal en la costa mediterránea, con Pasqual Maragall en el papel del Conde Don Julián. Lejos de presentar sus excusas a los socialistas por haberles asociado con los activistas de la kale borroka, Aznar acusó a Zapatero de falta de 'decencia intelectual' y le reprochó demagógicamente no haber expresado su solidaridad con los agentes de las Fuerzas de Orden Público heridos en los choques con la minoría de activistas violentos.

Sin duda, Aznar acierta plenamente al defender la legitimidad de la democracia representativa, respaldada en las urnas por millones de votantes, frente a una legitimidad política alternativa, supuestamente encarnada por los manifestantes que muestran sincera preocupación por los males del mundo. Pero la prevalencia de la legalidad institucional en los regímenes democráticos no sólo admite, sino que incluso necesita, la existencia de canales situados fuera de control de los Gobiernos y de la clase política a través de los cuales puedan circular libre y pacíficamente opiniones ahora minoritarias y tal vez mañana mayoritarias. Todavía más inadmisible sería intentar proyectar retrospectivamente los fueros de la legitimidad democrática sobre los regímenes autoritarios del pasado, a fin de justificar las medidas represivas de sus Gobiernos como castigo de las infracciones formales cometidas por los ciudadanos -en las calles o en cualquier otro espacio público- con el propósito de cambiar pacíficamente las leyes. Probablemente Aznar no se atrevería hoy a utilizar esa fraudulenta analogía para explicar su coexistencia pacífica con el franquismo como universitario y su prudente decisión de encerrarse en casa para preparar oposiciones a funcionario del Estado mientras sus coetáneos arriesgaban la libertad (y algunos hasta la vida) en otra oposición, dirigida ésta a restablecer la democracia.

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