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Columna
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Manifestaciones masivas

Ocho millones de repeticiones se van a producir: es lo mismo de todos los años, pero me sigue pareciendo inverosímil, ocho millones de desplazamientos en Andalucía en Semana Santa, el aluvión feliz de todas las primaveras, lo imposible, la euforia de los propietarios de coche (creo que los coches siempre son un poco exhibicionistas), su fervor de tiempo libre, es decir, vacío, lleno gracias al viaje. Yo comprendo que abunden los coches después de largos años de menosprecio y aniquilación de los transportes públicos. Supongamos que, desde un lugar llamado Nerja, al este de Málaga, alguien sin coche decide coger un autobús a Cádiz o, en el colmo de la extravagancia, cruzar los límites andaluces y acercarse a Murcia. ¿Es un loco? Soy yo, por ejemplo, que quiero imitar la inacabable experiencia de la vuelta al mundo en 80 días o las aventuras de esos millonarios que contratan vuelos espaciales como nueva forma de turismo en zonas todavía sin turistas.

La gente tiene motivos para adorar los coches, aunque el coche termine exigiendo que se le trate como a un hijo. Hay que moverlo, hay que sacarlo, viajar por viajar, la forma más auténtica del viaje, lo decía Baudelaire: los viajeros de verdad son los que parten sólo por partir. No creo yo que haya mucha curiosidad ni descubrimiento en nuestros viajes: no somos como aquellos viajeros que anotaban el tipo de piedras de los montes, los rasgos de las plantas y los pájaros. La velocidad es enemiga de la visión, como la ira: ¿tendrán tiempo para mirar algo los viajeros atrapados en la carretera N-340, por Guadiaro o Manilva, a la hora feroz de la siesta, en colas de veinte kilómetros? ¿Meditarán? No meditan los de la cola en el centro del pueblo donde vivo: tocan el claxon con absoluta dedicación, y he observado que los bocinazos se vuelven más insistentes y agudos si el peatón se permite algún signo de reconocimiento ante la calidad del pito feroz, llevarse instintivamente la mano a la oreja, pongamos por caso.

El poder transforma a la gente, y el coche es una máquina poderosa. La prisa del automovilista se impone a la prisa del peatón, haya lluvia, sol o paso de cebra. Además de ir mucho más rápido, el automovilista siempre tiene más prisa que tú, peatón, y el coche pasa primero si así se le antoja al chófer, que puede ser un asesino. Yo respeto mucho a los coches, y esos 8 millones de viajes me preocupan (algunos coches se irán de aquí, pero llegarán muchos más), hasta el punto de que he adquirido una nueva visión de las procesiones de Semana Santa y la multitud que cierra devota y férreamente las calles para admirarlas a su paso, y amenaza con liquidarte religiosamente si te atreves a pedir permiso para cruzar la calle antes de que se te eche encima la reunión encapuchada.

Hoy veo las procesiones como manifestaciones masivas a favor de la peatonaliización de las ciudades y el transporte público, y celebro su orden y algarabía ejemplares, con capirotes y trompetas, contra la ciudad motorizada: costaleros transportando sin motor extraordinarios pesos, penitentes que demuestran que todavía es posible recorrer a pie la ciudad.

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