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Columna
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Cenizas

No han sido las cenizas del esplendor que noveló en su día Antón Menchaca, las de los balandristas del Club Naútico y los plutócratas de la Bilbaína. Esta vez las cenizas han sido de otra clase, más cerca del Ducados menestral que del caro veguero. Cenizas de sufridos ciudadanos a los que han estafado más allá de la vida. Sabemos que no hay vida más allá de la muerte (a pesar de algún libro en cuyas páginas se afirma lo contrario), pero de lo que no podemos estar seguros es de que no nos sigan estafando una vez convertidos en fiambres o, puestos en plan lírico, en polvo enamorado.

La vida, mayormente, además de una lata, como decía Pedro Casariego antes de suicidarse, es una estafa. No le piden a uno permiso ni para incorporarle al censo de los vivos ni tampoco para darle de baja. Tenemos que tragar lo que nos echen: desde los automóviles que anuncian imposibles modelos neumáticas hasta las dietas adelgazantes o las píldoras mineralizadas y supervitaminadas que nos aportarán la energía necesaria para seguir viviendo y consumiendo más coches y más píldoras. Nada nuevo en el fondo. Lo tremendo es saber que la vida se acaba y la estafa prosigue alegremente.

Esos veinte cadáveres que transportaba en el maletero de su coche el empleado de una funeraria malagueña son algo más que un cuento de Barry Gifford contado por los Ozores. Cuatro bolsas de plástico conteniendo cenizas, cráneos, restos, retales. Este empleado y otros hacían horas extras (algo muy español lo de las horas extras) quemando bajo cuerda y a precio reducido a un montón de difuntos. Se habla también de muertos cuya incineración fue simulada. Porque hacerse cenizas en un buen horno no resulta barato. Pero los nichos están por las nubes, casi como los pisos en las grandes ciudades, y quemarse puede ser una buena solución: se ahorra tiempo y espacio. La picaresca no perdona; cuando las ganas de estafar aprietan, ya lo dice el refrán, ni el polvo de los muertos se respeta. Lo dejó escrito Bécquer: 'Dios mío, qué solos se quedan los muertos'. Y qué revueltos.

Trastear con los difuntos por razones de índole comercial era lo último que nos faltaba. Ya estábamos acostumbrados a la utilización de los cadáveres con fines ideológicos, pero esta nueva modalidad (nueva tan sólo en apariencia, claro) nos coloca a la altura de los grandes países donde la picaresca y la torticería son una artesanía nacional y un deporte y un modo de vivir. Lo de quemar a bajo precio a unos y no quemar a otros y confundir a todos mezclando las cenizas de todo el mundo es neorrealismo de primera. Acabamos de entrar en la Europa del euro, en esa Europa fría y eficiciente donde el fermento rubio es el que manda y nos topamos, de golpe y porrazo, con los veinte fiambres de Málaga dentro de un maletero. 'No es que tenga miedo de morir', decía Woody Allen, 'lo que no quiero es estar allí cuando ocurra'. ¿Qué diría si en lugar de vivir en Nueva York viviese en Málaga?

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