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SAQUE DE ESQUINA | La jornada de Liga | FÚTBOL
Columna
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El principito

Santiago Solari aprendió a jugar en la autopista que Beto Alonso, el hombre de los empeines de oro, abrió en el estadio Monumental de Buenos Aires. Aquel cantor de tangos que se hacía pasar por futbolista tenía el sistema nervioso enchufado a un depósito de anestesia. Nadie le vio jugar con prisa: gracias a su magnetismo personal convertía la pelota en un animal doméstico. Inspirado por Piazzola y Gambetta, tiraba caños, parábolas, sombreros, rabonas y taconazos de acuerdo con los principios de la vieja danza local. Sabía que con la amiga redonda sólo se puede bailar apretao.

El Beto nunca se fue del todo. Cuando dejó el fútbol tenía varias sucursales abiertas, llamémoslas Bochini, Osvaldo Ardiles, Leonardo Rodríguez o Enzo Francescoli, y volvería a reencarnarse al menos dos veces más: un poco en Diego Maradona y mucho más en Fernando Redondo.

Santi Solari pasó por allí. Templó sus cuerdas de futbolista en las avenidas del Beto, lo cual quiere decir que desde el principio prefirió moverse por lugares en los que la suavidad y el estilo eran una exigencia incondicional. Su primer argumento estaba en su árbol genealógico: pertenecía a la estirpe de los Solari, gente curtida en la exploración del brillante fútbol de posguerra. Desde distintas áreas de influencia, sus antepasados habían difundido el mensaje de que castigar la pelota era perderla. Administraban a su manera la herencia de los Ónega, de los Rossi y, claro está, de Labruna, Moreno y Pedernera.

Santi siguió el camino tradicional: se lustró las botas en River, consiguió el crédito de figura y emprendió el retorno a Europa en busca de fortuna, pero sobre todo en busca de gloria. Así pasó por el Atlético, dejó en el Calderón varias jugadas de alta escuela y llegó al Madrid al principio de un turbulento verano en el que se cruzaron varias corrientes: el club ganaba su octava Copa de Europa, cambiaba de presidente por sorpresa y raptaba a Figo en una operación relámpago. Aturdido por el petardeo electoral, Santi prefirió acogerse al silencio del vestuario. Y allí se quedó, aguardando acontecimientos.

Luego hizo algunas breves apariciones, pero la sombra de Roberto Carlos cubría la banda izquierda como una mancha de tinta. En ella todo sustituto estaba desahuciado: o era un cuerpo extraño o era un usurpador. Durante largos meses tuvo que evitar el aire enrarecido que siempre respiran los suplentes; vio pasar de largo a Guti, Munitis y demás tahúres zurdos y un día, de pronto, en un salto de galgo, llegó al equipo titular.

Ahora, cuando recorre el campo de banderín a banderín, el Bernabéu viaja con él: convencido de que ha encontrado un nuevo amigo, se contrae y se hincha como una enorme medusa.

Será porque, como Piazzola y el Beto, Santi juega con el corazón.

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