Queridos rascacielos
Los rascacielos no dejan de ser noticia. A pesar del atentado que hace medio año destruyó el World Trade Center de Nueva York, un hito de terror que pone en evidencia nuestra fragilidad, los rascacielos continúan siendo una de las propuestas inmobiliarias más dominantes y uno de los productos más deseados por los intereses financieros, para producirlos y para tener su sede en ellos. Sin embargo, al mismo tiempo, aumenta su desprestigio entre la ciudadanía, que rara vez los acepta, pues los considera enemigos de lo urbano. En España se ha eludido el debate internacional sobre la condición de los edificios en altura.
Los rascacielos tienen sus inconvenientes y sus detractores -llevan la densidad al límite del colapso y son muy costosos-, pero por su carácter emblemático pueden venderse a precios muy altos. Su vocación es la de apropiarse y sacar rendimiento de los mejores emplazamientos, los más estratégicos, con mejores vistas y más vistos. Explotan unos valores emblemáticos intangibles que cada ciudad dispone como recurso escaso y privilegiado; se han convertido, junto a las autopistas, las terminales de transporte, los centros comerciales y los barrios cerrados, en emblemas de la sociedad de la globalización, ya que tienden a potenciar estructuras para el mercado global y no para el local.
También en Barcelona se ha puesto de manifiesto todo tipo de objeciones: desde considerar una opción provinciana que una ciudad con tanta identidad intente imitar los productos urbanos foráneos, hasta oposiciones concretas como el justo rechazo de los vecinos del Poblenou al exceso de las nueve torres propuestas en el eje de la calle de Llacuna, dentro del plan 22@.
Sin embargo, ninguna gran ciudad puede prescindir de una de las tipologías representativas de la cultura moderna; todas tienen el deseo intrínseco del rascacielos. Desde el mito de la torre de Babel y las torres medievales hasta el supuesto proyecto de hotel Atracción de Antoni Gaudí en Nueva York o los rascacielos irrealizables, han buscado el imposible de tocar el cielo. El novelista francés Marc Petit, en El arquitecto de los hielos, narra la relatividad del inicio de la línea del cielo; cómo cada animal, persona o ciudad lo ve desde un punto de vista distinto. La línea imaginaria del comienzo del cielo varía enormemente: 'Siempre el cielo empieza allí donde llega la torre'.
La clave radica en los criterios que se debe tener en cuenta para que el rascacielos se construya a favor de la ciudad. Primero hay que prever cuál es la capacidad de absorción de usos y metros cuadrados. Si tomamos como premisa que para la escala y el tejido de Barcelona un edificio de unos 20 pisos ya puede ser considerado rascacielos, ¿qué media de rascacielos puede integrar la ciudad por año y qué capacidad infraestructural tiene cada barrio para absorberlos?
Lo esencial se juega en la relación con el entorno, en la capacidad de cada torre para generar espacio público. Es tan importante la forma del mismo edificio como el diseño de su relación con el entorno: accesos, lobbies, espacios libres, entrega con los edificios colindantes. Y es obvio que la solución de un gran estanque de agua en torno al proyecto de Jean Nouvel para la plaza de las Glòries es la peor respuesta, ya que en vez de relacionar, aísla, pone énfasis en el objeto y prescinde del entorno. Rascacielos y agua reclaman su autonomía y privacidad.
En definitiva, es la propia ciudad la que tiene que prever si es capaz de absorber los nuevos miles de metros cuadrados y si cada proyecto favorece la integración en el entorno, si las infraestructuras de las que dispone -calles, accesibilidad, transporte público, saneamiento, cableado, seguridad- son suficientes para absorber estos gigantes urbanos. Para algunos proyectos barceloneses ya pueden anunciarse colapsos generados por torres que se situarán en lugares infraestructuralmente débiles, con tan pocos equipamientos como Poblenou o en un emplazamiento de acceso angosto como la bocana del puerto.Como lo que está sucediendo en Barcelona también ocurre en casi todas las capitales, ello significa que la nueva etapa de rascacielos no es tanto una opción de las propias ciudades como una imposición de ciertos operadores -cadenas hoteleras, compañías de seguros, empresas multinacionales, entidades portuarias- que por intereses financieros han decidido promover productos urbanos concentrados, de forma vertical y autónoma, que aprovechan las infraestructuras urbanas y se sitúan junto a centros comerciales, parques privatizados y ejes viarios rápidos. Esta última generación de rascacielos poco tiene que ver con los de ciudades como Chicago o Nueva York, que surgieron como piezas en estructuras urbanas complejas, entre medianeras, creando densidad, calles peatonales y consolidando una trama. Los rascacielos de ahora son mucho más autónomos y aislados, pensados como objetos que se dispersan y que colonizan y vampirizan un territorio que va a ser lento y difícil que se convierta en ciudad plena.
La cultura urbana de los rascacielos debe repensarse no sólo desde los intereses de los promotores, sino desde una nueva cultura urbana que sea crítica y ecológica, que además de entenderlos como símbolos los considere también como piezas que se relacionan con el medio urbano, con unos nuevos criterios de seguridad, estructuras, integración y sostenibilidad. Para los queridos rascacielos, símbolos del progreso del siglo XX, en septiembre pasado se terminó una etapa y no podemos ignorarlo. El debate es cómo han de ser los nuevos rascacielos urbanos del siglo XXI, edificios verticales capaces de generar un proyecto urbano de integración al entorno y mejora de la ciudad. Tan absurdo como rechazarlos de partida es aceptar productos ya caducados; y el rascacielos del siglo XX lo es.
Josep Maria Montaner, arquitecto y catedrático de Composición en la Escuela de Arquitectura de Barcelona.
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