Italia: nace una forma inédita de hacer política
En Italia ha nacido una forma inédita de acción política: la oposición 'hazlo tú mismo'. La política como bricolaje en lugar de la política como profesión. Ciudadanos (en este caso son en su gran mayoría ciudadanas) que dedican algunas horas de su tiempo libre a organizarse para promover manifestaciones de protesta civil. Que se reúnen en pequeños grupos de amigos, eligen un tema crucial, un valor que el Gobierno de Silvio Berlusconi ha puesto en peligro (primero la justicia, luego la libertad de información), proponen una cita pública, hacen que la propuesta circule por Internet a través de una cadena de mensajes, logran la adhesión de algún nombre conocido de la cultura y el espectáculo y se echan a la calle. Un éxito creciente y arrollador, un verdadero logro de masas, que obliga a salir a la calle también a los partidos de oposición después de meses de inactividad y compromisos.
Un auténtico movimiento de oposición civil, muy amplio, probablemente ni efímero ni transitorio, compuesto en realidad por varios movimientos, todos autoorganizados y destinados a durar, aunque en formas que todavía no se pueden prever. Un movimiento con el que la política tradicional de partidos (sobre todo los partidos de centro-izquierda) deberá contar.
Los hechos. A mediados de diciembre del año pasado, la revista MicroMega lanzó la propuesta de hacer del 17 de febrero de 2001 el Día de la Legalidad. Efectivamente, el 17 de febrero de 1992 -exactamente hacía 10 años- fue el día en que se inició la investigación judicial que pasará a la historia con el nombre de Mani Pulite (Manos Limpias). La propuesta de MicroMega fue muy mal recibida: los ambientes berlusconianos eligieron el camino de la burla (los cuatro intelectuales de siempre), pero también Massimo d'Alema condenó la propuesta: no hay que celebrar las detenciones (precisamente ese 17 de febrero se detuvo a Mario Chiesa, el primer imputado de Tangentopoli) y no hay que 'satanizar' a Berlusconi.
D'Alema entró con dureza en la polémica contra la propuesta de MicroMega: para presentarse al mismo tiempo como revolucionario y como 'garante', recordó que Francia celebra la toma de la Bastilla, es decir, la liberación de los prisioneros, no la detención de un 'ladronzuelo'. Pero hay que recordar a D'Alema que si bien es cierto que el 14 de julio de 1789 se liberó a algunos prisioneros, también se hizo pedazos a 'los invalides' (que estaban defendiendo la Bastilla) a pesar de que ya se habían rendido, y sus cabezas dieron la vuelta a París clavadas en picas.
En resumidas cuentas, una fecha se convierte en el símbolo de un periodo histórico en su conjunto: no querer recordar el 17 de febrero significa, sencillamente, que se quieren mantener las distancias con Mani Pulite, que se quiere olvidar. Y eso es precisamente lo que la izquierda oficial de D'Alema venía haciendo desde hacía tiempo.
Sin embargo, a principios de 2002, el fiscal general de Milán, Francesco Saverio Borrelli, inauguró -como de costumbre y oficialmente- el año judicial. El suyo no fue un discurso para la ocasión. Fue, en cambio, un análisis preciso y detallado de todas las iniciativas con las que el Gobierno está poniendo en peligro la autonomía del poder judicial y el principio de 'una ley igual para todos'. Y concluyó con la llamada a '¡Resistir, resistir, resistir!' en la 'línea del Piave' de la legalidad.
El discurso de Borrelli tuvo un eco enorme. También, y sobre todo, porque en todas las sedes judiciales se produjeron protestas semejantes y se oyeron discursos parecidos: y hubo muchísimos magistrados que en lugar de vestir la toga de ceremonias vistieron la toga negra, en señal de disconformidad pública con el Gobierno de Berlusconi.
Borrelli citó también una medida del Gobierno especialmente odiosa: se ha quitado la escolta a algunos magistrados amenazados de muerte por la Mafia. Uno de ellos es Ilda Boccassini, que colaboró en Sicilia con el juez Borsellino y que ahora representa en Milán (junto a Gherardo Colombo) a la acusación contra Berlusconi y Previti por 'corrupción de magistrados'. Quitarles la escolta les ha parecido a muchos un acto de intimidación y venganza. Precisamente para protestar contra esta decisión surgió un pequeño grupo (casi todas mujeres que, animadas por la joven socióloga Simona Peverelli, se llamarán 'le Girandole', porque su lema es: 'Corre la voz'), que reunió a trescientos ciudadanos ante al Palacio de Justicia.
Los partidos de oposición siguieron sin hacer nada. Mientras tanto, salió la edición especial de MicroMega dedicada a 'Mani Pulite 10 años después', que incluye un larguísimo diálogo entre Borrelli y el escritor Antonio Tabucchi (y también entre Andrea Camilleri y Carla del Ponte), que reavivó la polémica. Y frente a la inactividad de los partidos, algunos profesores de Florencia convocaron una manifestación: estaban convencidos de que tendría un valor de testimonio simbólico pero necesario. Se esperaban 500 o 600 participantes, pero bajo la lluvia desfilaron casi 15.000.
Mientras tanto, en Milán se formó espontáneamente otro grupo y convocó una manifestación de un tipo nuevo: un corro para rodear el Palacio de Justicia (y posteriormente, otros lugares simbólicos) y defenderlo de las prevaricaciones del Gobierno. También aquí se esperaban a algunos cientos de personas y acudieron varios miles.
Frente a la pasividad de los dirigentes, algunos parlamentarios de la oposición decidieron entonces moverse de forma autónoma, y convocaron una manifestación en Roma. El animador era Nando Dalla Chiesa, hijo del general de los carabineros asesinado por la Mafia. Pero ante estos múltiples éxitos espontáneos, también los líderes de la oposición accedieron a estar presentes y tomar la palabra. Sin embargo, ese día, en Piazza Navona ocurrió algo inesperado: las intervenciones de la 'sociedad civil' (escritores, profesores) fueron todas muy críticas. Se esperaba, por lo tanto, que Francesco Rutelli y Piero Fassino, los dos líderes del Olivo, respondieran a las críticas, y quizá reconocieran alguno de los errores cometidos en el pasado.
No ocurrió nada de eso: dos discursos flojos, monótonos, burocráticos, de rutina. Rutelli llegó incluso a hablar de un posible acuerdo con Berlusconi sobre una ley que se estaba discutiendo. Entre la muchedumbre se encontraba el cineasta Nanni Moretti. Pidió la palabra, estuvieron encantados de dársela. Esperaban un breve saludo de adhesión. Efectivamente, fue breve: dos minutos y veinte segundos. Pero de una crítica feroz, apasionada, sin concesiones. Un auténtico j'accuse contra un grupo dirigente en desbandada, que con sus acuerdos permitió la victoria de Berlusconi.
D'Alema se alejó mientras Moretti hablaba; Rutelli y Fassino se quedaron sin habla. La manifestación terminó, pero el efecto multiplicador de las críticas de Moretti no había hecho más que empezar. Así, el domingo siguiente, precisamente el 17 de febrero, un nuevo corro autoorganizado en Roma alrededor del viejo Palacio de Justicia tuvo un éxito clamoroso.
El sábado siguiente estaba prevista la iniciativa de MicroMega en Milán (aplazada una semana por motivos de organización). Se alquiló, con gran temor, el Palavobis: un local para conciertos de rock con más de 12.000 asientos. Nos preguntábamos si sería posible ocuparlos todos. Y aquí, de nuevo, ocurrió lo que nadie había imaginado: se quedaron fuera al menos el triple de los que entraron. Las estimaciones más moderadas cifraron la asistencia en 40.000 personas. Berlusconi, su ministro de Justicia, Castelli, el ex presidente de la República Francesco Cossiga, hablaron de amenazas subversivas, acusando al acto en el Palavobis de favorecer la vuelta del terrorismo.
Quizá tuvieran el don de la profecía: a las cuatro de la madrugada siguiente un artefacto rudimentario y propagandístico explotó junto a un muro del Ministerio del Interior (y los periódicos dijeron que las cámaras de control probablemente no funcionaron). Nadie creyó que hubiera alguna relación, ni siquiera indirecta, entre las manifestaciones democráticas del Palavobis y la bomba. Por el contrario, es evidente que los que pusieron las bombas eran enemigos de la legalidad y, por lo tanto, enemigos de los reunidos en el Palavobis. Incluso los aliados ex fascistas de Berlusconi tomaron distancias de su líder. Y al día siguiente, en Nápoles, otros 30.000 autoconvocados se echaron a la calle.
A raíz de esta marea tan extensa, también la manifestación oficial del Olivo, convocada para el 2 de marzo, cambió de significado. Estaba previsto que acudieran unas entre 150.000 y 200.000 personas; llegaron al medio millón. La distancia entre los manifestantes y los dirigentes, sin embargo, seguía siendo grande: no se dio la palabra a ninguno de los representantes de los nuevos movimientos, mientras que entre los oradores oficiales estaba el profesor Pellicani, antes escritor en la sombra de Bettino Craxi, que polemizaba con dureza contra los nuevos movimientos (amortiguado por los silbidos unánimes de los manifestantes).
En pocas semanas, pues, el panorama político italiano cambió profundamente. Además, era inevitable, aunque los partidos (y también los analistas políticos de los grandes medios de comunicación, cada vez menos periodistas y más 'clase política') no se habían dado cuenta. Desde hacía meses, en efecto, Italia vivía una paradoja: la aceptación del Gobierno de Berlusconi estaba en lento pero continuo descenso (ya ha llegado al 40%), pero en cualquier elección parcial la oposición no ganaba ni siquiera un voto. Consenso de opinión y consenso electoral daban valores cada vez más distantes.
La explicación era (y es) sencilla: la oposición a Berlusconi crece en el país, pero mientras no exista una oposición creíble en el Parlamento, el nuevo descontento no se traducirá en un cambio en el sentido de los votos. Y la oposición en el Parlamento, la oposición de los partidos de centro-izquierda, sigue sin ser creíble, ni por la línea política ni por el liderazgo. En cuanto a la línea política, en cinco años de Gobierno, precisamente en el tema de la justicia, del conflicto de intereses, del antimonopolio y la libertad de información, el centro-izquierda ha preferido llegar a acuerdos con Berlusconi en vez de cumplir el programa prometido a sus electores. Por ejemplo, la mayor parte de las leyes sobre la justicia (auténticas contrarreformas) se han aprobado casi por unanimidad. Una antigua ley (¡de 1957!) que declara que no se puede elegir a quien tenga una concesión gubernamental (y tres cadenas de televisión como las que posee Berlusconi son la mayor concesión gubernamental que se pueda imaginar), no se ha aplicado. Los que han decidido sobre la cuestión no han sido los magistrados, sino la Junta Electoral de la Cámara, y la mayoría de centro-izquierda prefirió, en 1996, violar la ley en vez de ahondar en el conflicto con Berlusconi. Y así se podría seguir.
En cuanto al liderazgo, imposible proponer al ex comunista D'Alema (que ha sido el más arduo defensor del compromiso con Berlusconi, el llamado chanchullo político); también Rutelli está desgastado, hasta tal punto que se piensa cada vez más a menudo en esperar el regreso de Romano Prodi (aunque su cargo europeo vence dentro de unos tres años).
Se acusa a los movimientos espontáneos de trabajar para la antipolítica, y por lo tanto, de ser ambiguos. Pero ésta es precisamente la cuestión: desde hace 10 años, la opinión pública está cada vez más distanciada de los partidos tradicionales. Berlusconi ha sabido interceptar este sentimiento en la derecha, en clave populista y autoritaria. Pero era posible (y es más indispensable que nunca) interpretar la oleada 'antipolítica' también en clave progresista. Es más: hoy la 'antipolítica' es el lugar estratégico del caso italiano; sólo aquel que lo conquiste podrá ganar la mayoría de los consensos.
Efectivamente, no se trata de 'antipolítica' (como piensan sólo los políticos de profesión), sino de antipartidocracia. Y expresa la petición de 'más política', en el sentido de mayor participación democrática, más ejercicio colectivo y amplio de la soberanía, más compromiso civil por parte del ciudadano común. Mientras el centro-izquierda no entienda estos 'sentimientos de masa' y siga proponiendo rancios modelos burocráticos, y regalando a la derecha populista el monopolio de la 'antipolítica', Berlusconi podrá dormir tranquilo, a pesar de la disminución de los consensos en torno a su política. Con un daño irreversible para Italia, y, por lo tanto, también para Europa.
Paolo Flores d'Arcais es filósofo y director de la revista MicroMega.
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