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Columna
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Inmovilismo

Dudo que haya países en el mundo de un mayor inmovilismo electoral. Desde luego el de España es proverbial. Hace cuatro años Luis Fernando Cartagena dimitió como conseller de Obras Públicas tras ser encausado por un presunto delito de fraude a la Hacienda Pública. Inmediatamente la oposición exigió explicaciones en las Cortes al presidente del Gobierno valenciano, Eduardo Zaplana. Desde entonces todavía está esperando. Y aún hoy, cuando, como resultado de otro proceso judicial, el exconsejero ha sido condenado a cuatro años de prisión por llevarse los dineros de un centro benéfico gestionado por unas monjas, Eduardo Zaplana sigue negándose a asumir mínimamente su responsabilidad política, como demostró ayer mismo cuando, desde el balcón del Ayuntamiento, intentó despejar a córner las preguntas de los informadores. Sin embargo, lo verdaderamente relevante es que en estos cuatro años transcurridos desde que Cartagena se vio obligado a dejar el Gobierno valenciano, ha habido de por medio unas elecciones en las que su partido y el de Zaplana, lejos de sufrir algún castigo del electorado por el escándalo, se ha reforzado en las urnas y ha conseguido la mayoría absoluta.

Y si cito el caso Cartagena es porque de nuevo vuelve a ser de estricta actualidad, no porque el asunto del inmovilismo electoral sea privativo de la política valenciana. Ni mucho menos, esa especie de conservadurismo electoral aún es más patente en otras comunidades autónomas, como la catalana, la extremeña, la andaluza y la gallega, en las cuales, en estos veinticinco años de elecciones democráticas, apenas se han producido variaciones en sus respectivos arcos parlamentarios.

Parecería como si desde el franquismo, tal vez como una herencia suya, el cuerpo electoral padeciera un terror extremo al cambio de Gobierno, de forma que éste solo se produciría en situaciones de extraordinaria gravedad. Empezando por el propio fin del franquismo y la ensalzada transición, que no se produjeron, conviene recordarlo, sino después de que el dictador muriera de viejo. Y en esas circunstancias, en las primeras elecciones democráticas triunfó el partido del Gobierno de Adolfo Suárez, que previamente había accedido al control del Ejecutivo por designación Real. En los años siguientes el cambio político no llegó sino tras el trauma que significó el golpe de Estado del 23 de febrero, de forma que de nuevo tuvo que haber una gran crisis del Estado, para que se produjera el vuelco electoral y el consiguiente cambio de Gobierno. El largo período de gobiernos socialistas gozó también de esa inercia electoral y sólo se produjo el cambio de signo político cuando a la podredumbre del aparato del Estado, que había alcanzado niveles que cuestionaban la legitimidad del propio sistema, se unió la crisis económica.

Así las cosas, el miedo al cambio, la enquistada cultura del franquismo, permite que los errores y vicios se vayan acumulando en los gobiernos de turno hasta alcanzar proporciones de desastre. La perspectiva, por tanto, no puede ser más sombría: el cambio de ciclo político sólo llegará tras una gran tragedia social o económica. Mientras tanto y ante la deserción ciudadana, los gobernantes, aunque les pillen con el dinero de las monjas, pueden seguir presumiendo de tener la conciencia tranquila: no la usan.

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