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Columna
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Estímulo de colores

El artista alavés Carmelo Ortiz de Elguea (Aretxabaleta, 1944) presenta en la bilbaína galería Epelde & Mardaras sus últimas creaciones. Como es norma desde que se inició en su vida de artista, la exposición es un acontecimiento explosivo de formas y colores. Tal como lo ha hecho siempre, lo mostrado ahora se asienta en la naturaleza a través de la visión de las emociones.

Ser apasionado, compulsivo, sanguíneo, visceral, con la emoción intuitiva a flor de piel, labora a impulsos, y vive a impulsos. En buena parte de sus cuadros habitan formas de carácter geológico. Y son gestadas en una búsqueda incesante de volúmenes. Se percibe un deseo de hacer que el cuadro salga del lienzo mismo y vaya hasta donde el artista está. Inseparablemente de la forma, los colores se desparraman al unísono por las obras. Los colores son para Elguea riqueza viva, almacén de sentimientos, generadores de impulsos, estímulo constante.

Si en los cuadros predomina el doliente color carbonífero de los negros, saltan emergentes junto a ellos los colores puros y mezclados, y en ocasiones chirriantes y sin concesiones. Un tanto menos en lo que atañe a la forma, aunque también, son los colores los porteadores de expresar la aventura de lo más sublime y, al mismo tiempo, lo más burdo. Y así percibimos que algunas obras del artista alavés se diría que nacen de excreciones producidas por extrañas patologías del color, principalmente, y de la forma. Se alude a la excreción en el sentido a lo que William Blake señalaba respecto a que el verdadero artista es, sin saberlo, del partido de los demonios. De ahí viene que en ciertos pasajes de sus cuadros asomen ciertos atisbos de bastedad. Todo ello es coincidente con la tendencia que el propio Elguea ha tenido por huir de lo que él mismo ha llamado 'hojarasca esteticista'. Apresurémonos a advertir que en todo momento ha preferido inclinarse por la verdad antes que por la belleza.

Ahora bien, hay que destacar como novedad ciertos toques sumamente refinados. Cuando uno creía que el valor de sus cuadros se potenciaba en la fuerza de sus pinceladas y trazos fulgurantes, en la firmeza rocosa de la materia -gestionada por lo que en argot plástico se conoce como una buena 'cocina'-, de pronto y de improviso aparece un fragmento pintado con un gusto exquisito. Es como si su volcánico universo pudiera ser transformado por unos simples e inocentes filiformes hilos de luz naranja o rojo o amarillo o verde o azul, sabiamente introducidos en los cuadros.

Como el arte se alimenta del arte, observamos en algunas obras de Elguea leves pasajes que nos recuerdan a obras de otros artistas. Sin embargo, como resultado final ya nada es de aquellos para ser del artista alavés todo suyo. A este respecto, Edmond Jabés daba determinadas claves cuando advertía: 'No puede haber semejanza en la creación, sino en relación con lo que sistemáticamente se nutre a toda semejanza'.

Junto a las obras expuestas, aparecen por algún lado de la galería otras que no se han colgado. En algunas de esas obras no expuestas se atisban pasajes no del todo logrados para el espectador. Esos puntos no logrados, son los que señalan los caminos para conseguir nuevos logros. Por empeñarse en fabricar obras que no se parezcan entre sí, de ahí surgen los resultados de aquello que llamamos cuadros acertados y cuadros no logrados. La aventura de pintar consiste en hacer lo que no se sabe. Y en el caso de Elguea no es posible o no quiere que sea posible la práctica de la receta, tan habitual entre muchos de los artistas de sobra conocidos.

Llama la atención el que en bastantes cuadros de este artista se palpa una suerte de aura poética. Lejos de lo visible, tal aura puede llevar dentro de sí un habla-lenguaje callado de orden organicista. ¿Quizá la poesía en arte es una porción de color, convocando al alma del cuadro para que imagine concluyente la revelación de una forma ideal?

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