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Columna
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Vivir en la renta

Soy aficionado a leer los anuncios en los periódicos, porque mis medios de fortuna me lo permiten y es una forma económica y pacífica de pasar el rato que no comporta riesgos personales. Encuentro casi todo interesante, desde la convocatoria de una subasta de antigüedades hasta la oferta de clases intensivas de letón o croata, y tengo la impresión de que aumentan las ofertas de pisos en alquiler y se despereza un mercado que ha tenido largo periodo mortecino. El español, el madrileño, según dicen, es el contemporáneo occidental que más se ha inclinado por la propiedad del lugar que habita. Aún perdura, con vigor, la demanda y el ofrecimiento de pisos, chalés y parcelas, pero repuntan las propuestas que antes se hacían visibles con un albarán blanco atado a la verja de los balcones. En los diarios crece el reclamo 'se alquila', quizás porque la gente joven cuando, debido a inconfesables manejos, los padres consiguen que se vaya del hogar, no puede o aún no quiere anclarse en determinado destino. El cambio de fortuna, el aumento de la familia, la estrategia doméstica animaban a la gente de antaño a cambiar de piso con frecuencia, para contento de los encargados de las mudanzas. Se imitan los movimientos desasosegados del durmiente, hasta encontrar la postura adecuada.

La imaginación de los tratantes inmobiliarios despertó el ansia posesiva. Más fuertes que las promesas de convivencia hechas ante un juez o un sacerdote estaban las cláusulas de la hipoteca que a tanta gente sujeta en lugares poco apropiados, arrojándoles al confuso universo de la comunidad de propietarios. Se convierten en caseros de sí mismos y de los convecinos. Esa situación estuvo desempeñada por personas que de ello hacían un medio de vida, los rentistas, de los que hemos hablado alguna vez. Si hacemos caso a los grandes narradores del siglo XIX, eran seres de corazón despiadado que se pasaban el día desahuciando viudas con hijas tuberculosas. Pero tenían que ocuparse también de la conservación y buen estado de las viviendas, maldiciendo el constante deterioro de la moneda y el descenso de su poder adquisitivo.

Los aristócratas y la alta burguesía, incluso los comerciantes, solían desdeñar esa actividad como tráfico inconfesable con algo muy difícil de disimular: el techo bajo el que cobijarse. Podían sufrirse estrecheces, hambre incluso, tomar la sopa boba en los paúles, pero el estigma social machacaba a quienes no tenían domicilio conocido. Lo más despectivo que se decía de alguien es que 'se marchó sin dejar señas'.

La casa propia, el hogar, significó la revolución de la clase laboriosa. En verdad que, según las descripciones que nos han llegado, poca vida social se hacía en ellas, salvo la petulancia de los nuevos ricos, que recibían los miércoles. Nuestros contemporáneos -los que quedan- recuerdan el orden jerárquico de la ocupación horizontal. Las mejores y más nobles residencias estaban en las plantas inferiores, que solían emplear la superficie entera. Dio origen a pacatos arbitrios: entresuelo, principal, principal A, primero, etcétera, de modo que el habitante del piso segundo, en realidad, vivía en el sexto, pero la declaración deslumbraba a los conocidos a quienes, por supuesto, nunca invitaban. Tristán Bernard, dramaturgo, novelista y hombre de humor, hizo una aguda observación, en boca de un personaje arruinado: 'El pobre papá no ha sobrevivido a la pérdida de su fortuna. Vivíamos en un espléndido primer piso y, de mal en peor, llegamos a caer en el séptimo'. Habitar un sitio que nos pertenece ha sido la aspiración de cualquiera, desde que comenzaron a escasear en la zona residencial de Atapuerca. Nada más sencillo: en el Banco X o la Caja Z nos aguardan impacientes para facilitarnos el dinero o el crédito necesario. Sólo es preciso disfrutar de una nómina solvente y contar con los avales requeridos. ¿Ven qué fácil?

Hace poco, un gran humorista, El Roto, en cuyo diseño diario se recuestan estas columnas, publicó una viñeta que tengo recortada. El hombre, sentado, reflexiona: 'Tengo 30 años y aún vivo en casa de mis padres. No hay manera de que se marchen'. Expectativa casi inservible, pues las leyes han cambiado y los sucesores o herederos tienen que ahuecar el ala cuando vuelven del funeral o de la despedida. El casero -que ha entregado la administración a una empresa especializada- regresa por su fuero y por su huevo, los albaranes, como palomas posadas en la barandilla avisan de la existencia de un hueco urbano. Los okupas se pasan la voz y prospera el negocio de los anuncios por palabras.

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