La ocupación de Ramala
La brigada motorizada de la resistencia palestina está formada por más de un millar de vehículos desvencijados en estado de absoluta ruina, la mayoría, de color amarillo sucio, que por algo más de treinta shekels (menos de 10 euros) son capaces de llevar un cargamento de 10 viajeros desde donde sea hasta el corazón de la Cisjordania asediada, incluida su capital, Ramala.
El inexistente alto mando de esta milicia popular, maloliente y anárquica, logró el pasado martes una nueva y silenciosa victoria, cuando sus unidades lograron infiltrarse por las montañas, romper el cerco y llegar con su cargamento de mujeres, ancianos y niños hasta el corazón de Ramala, entonces asediada por 150 tanques Merkava, millares de soldados israelíes de las brigadas Golani y Nahal, varias escuadrillas de helicópteros de combate Apache y un numero indeterminado de cazabombarderos F-16.
En el campo de Balata, los israelíes congregaron a los hombres en la escuela, les obligaron a desnudarse y se llevaron a 600 a un campo de concentración
Los esfuerzos del primer ministro israelí, Ariel Sharon, por cercar y cerrar herméticamente Ramala, culminación de una campaña militar que se había iniciado el 28 de febrero en Nablús, Jenín y Tulkarem, al norte de Cisjordania, fracasaron por la acción persistente de esta brigada motorizada, que en realidad no es más que una flota discrecional de microbuses que asegura el transporte por las carreteras autónomas. Su sede central se halla en las proximidades de la puerta de Damasco, en Jerusalén Este. Allí suele contratar a sus clientes a empujones, con gestos groseros y al grito rítmico de '¡Yala Ramala, yala Ramala!', una versión popular de '¡Vamos a Ramala, vamos a Ramala!'.
A la misma hora en que el pasado martes un microbús descargaba su cargamento humano en el centro de Ramala, configurando así un nuevo acto de inconsciente resistencia popular, el coronel Mohamed Dahlan, el jefe de la Seguridad Preventiva palestina, miembro del equipo de negociadores en el proceso de paz y líder carismático y olvidado de la primera Intifada, habló en publico dirigiéndose a Israel. Habló del coraje del pueblo palestino. 'Están equivocados Ariel Sharon y Simon Peres', dijo, 'si creen que pondrán de rodillas a los palestinos'.
Este joven militar, al que algunos tratan de aupar como delfín de Yasir Arafat, acabó su parlamento con una frase demagógica: 'No nos arrodillaremos'. Nadie la escuchó, porque el conductor del microbús ya había cerrado el interruptor de la radio.
La CNN palestina
En realidad, nadie estaba interesado en las palabras de Dahlan. Lo único que deseaban era llegar a casa cuanto antes, sentarse ante la televisión, conectar el canal Al Watan (La Patria) y seguir en directo la retransmisión de la batalla de Ramala. Esta pequeña CNN con sabor local, creada hace seis años por empresarios y periodistas de la ciudad, ha asumido la responsabilidad de mantener informados durante las 24 horas del día a los ciudadanos sobre lo que pasa en las calles de la capital de Cisjordania desde que fuera invadida por los tanques israelíes.
Tres cámaras de televisión situadas en tres ventanas de sus oficinas, en el quinto piso de uno de los edificios más altos de Ramala, recogen permanentemente el movimiento de los tanques. Son imágenes aburridas; en algunos casos, estáticas: un tanque maniobrando, un pelotón de soldados patrullando por una calle desierta o un militar asomándose por una esquina. Todo ello aderezado, eso sí, con el sonido ambiente directo, que va desde el run run de los motores del artefacto al disparo de unas balas o de un obús.
No hay comentarios. Sólo unos textos escuetos de pretendido carácter informativo. El equipo de retransmisión lo configuran tres técnicos y el jefe de administración, al que el toque de queda le atrapó también en las oficinas.
Su trabajo no está exento de riesgos. De vez en cuando, los soldados disparan contra las ventanas, explica orgulloso de su hazaña uno de los encargados de las retransmisiones, Mohamed, de 28 años. Ellos también son resistencia.
'Al Watan nos permite vivir la calle desde casa. Pero esto no es suficiente para mantenernos informados. Por eso, casi todos en Ramala tenemos en funcionamiento dos televisores al mismo tiempo, la cadena local y una extranjera, preferentemente Al Jazira', explica Fátima, de 32 años, una enclaustrada del barrio de Atira empleada en una organización no gubernamental y profesora de salsa de lunes a viernes, de siete a nueve. El cerco la ha puesto a régimen de arroz blanco. Es lo único que le queda. Aunque le han ofrecido sacarla del encierro en un coche blindado, se ha negado a ello. Permanecer en casa es para ella un acto de rebeldía ante el ocupante: 'A mí no me sacan ni con una grúa'.
Fátima es consciente que la verdadera resistencia está fuera. No tiene más que asomarse al jardín. Un grupo de francotiradores palestinos ha tomado al asalto el patio. Armados de fusiles Kaláshnikov y de alguna pistola, se relevan para hostigar a los dos tanques que se han apostado en la esquina del barrio.
La lucha es tan desigual que, cuando el blindado gira inocentemente la torreta, los francotiradores salen corriendo. De vez en cuando, un policía de uniforme viene y les explica cómo afinar la puntería. Pero luego se les olvida y continúan disparando sin orden ni concierto.
La relación de la casera con los francotiradores es fría pero correcta. Un buenos días a cambio de un buenos días. Cada uno con su faena. Ellos disparando. Ella tendiendo la ropa. Fátima se sentiría mucho más segura si los combatientes disparasen desde otro lugar. Muchos vecinos se los han sacado de encima de buenas maneras, explicando que en la casa hay niños o una madre anciana y que tienen miedo de las represalias del Ejército israelí, es decir de un obús.
Nadie sabe si son de las Brigadas de los Mártires de Al Aqsa, de las de Al Qods o, simplemente, policías de paisano de la Fuerza 17. En esta lucha no hay grados ni distintivos. Sólo resistentes.
Ramala sobrevive así atemorizada, paralizada, temiendo algo peor que el toque de queda, el bombardeo y destrucción de dos de sus hospitales, los disparos contra las ambulancias, la demolición de algunas casas o los arrestos selectivos. A todo esto ya esta acostumbrada. A sus gentes les angustia y les provoca insomnio lo sucedido días atrás en los campos de refugiados de Nablús, Jenín, Tulkarem y Kalkilia, cuando empezó la ofensiva militar israelí.
En Balata por ejemplo. Un campo de 16.000 refugiados. Es uno de los rebeldes del norte de Cisjordania. Los soldados entraron el 28 de marzo poco antes del alba. Iban acompañados de tanques y helicópteros, para iniciar una operación de limpieza, casa por casa, puerta por puerta. Quien se negaba a franquearles la entrada corría el riesgo de ver dinamitado su domicilio. Muy pocos se negaron. Una vez en el interior, los soldados buscaban y rompían. Todo al mismo tiempo. Continuaban con la adyacente, sin llegar a salir a la calle. Simplemente abriendo un agujero en la pared. Antes de partir, dejaban marcado su trayecto con flechas para poder luego encontrar la salida.
Detrás siempre había más soldados. En Balata, la operación finalizó dos días más tarde con más de 30 muertos. Al final, se convocó en la escuela a los varones de entre 14 y 45 años. Desnudos, con los ojos vendados y las manos atadas, 600 de ellos fueron trasladados al campamento militar de Ofer, un centenar de kilómetros al sur. Los soldados inscribieron con rotulador un número de identificación en sus brazos.
3.000 prisioneros
Ofer, cerrado a raíz de los acuerdos de Oslo de 1993, reabrió sus puertas pocos días antes de que se iniciara la incursión. Recuperaba de esta manera la finalidad para la que fue creado durante la primera Intifada: encerrar a los prisioneros palestinos.
Ofer es desde hace dos semanas el punto de encuentro de otros refugiados de los campos de Nur Shams, Faara, Dheishe, Aida o Beit Jibrin capturados con los mismos métodos. Se calcula que por allí han pasado ya más de 3.000 prisioneros.
El temor a verse capturado en una redada masiva, la impotencia ante la presencia de un pelotón del Ejército israelí ante la puerta de casa o el pánico por la voladura del domicilio es para los palestinos el último acto de humillación y barbarie, antes de la muerte.
Jader Sheqirat, director de la organización de defensa de derechos humanos palestina Law, la más importante de los territorios ocupados, conoce muy bien esta sensación: 'El Ejército y los tanques rodearon mi casa, en Jerusalén Este, me conminaron a mí y a mi familia a salir a la calle y me amenazaron con entrar por la fuerza y dinamitar el edificio si no obedecía. La excusa: un supuesto terrorista se había escondido en el sótano. Solo la movilización internacional, incluida una llamada de Yasir Arafat, pudo salvarme'.
En medio de la desolación, el presidente de la Autoridad Nacional Palestina, Yasir Arafat, se ha convertido en la última esperanza. Nunca un líder palestino había gozado de tanta popularidad. Más de tres meses de confinamiento en su residencia de Ramala y la destrucción de su casa en Gaza lo han convertido en un héroe.
Hoy nadie habla de sus posibles sustitutos; ni de Abu Mazen, el número dos de la OLP, ni de Abu Ala, el presidente del Parlamento, ni del coronel Jibril Rajub, ni de Mohamed Dahlan. En estas últimas semanas, la calle palestina ha perdonado todo a Arafat; sus excesos de autoridad, su debilidad a la hora de combatir la corrupción o el haber traído del exilio a esa pandilla de burócratas de lujo a los que despectivamente se ha bautizado como los tunecinos.
'Nuestro presidente es Arafat. No aceptaremos a nadie más que a él', asegura Abdelziz Rantisi, responsable político del movimiento fundamentalista Hamás, quien reitera la lealtad y fidelidad al actual presidente de la Autoridad Nacional Palestina. Si fuera posible efectuar sondeos electorales en los territorios autónomos, Arafat estaría en cabeza. Nadie lo duda.
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