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LA CRÓNICA
Columna
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El circo comunitario

El circo comunitario, que una media de cuatro veces al año pasea su espíritu nómada por los distintos países de la Unión Europea en las popularmente llamadas cumbres, ha pasado por Barcelona. Y, como todos los circos -con sus primeros ministros, presidentes o altísimos funcionarios de Bruselas ofreciendo espectáculo de buenos equilibristas entre propuestas encontradas, intentando ejercer de domadores de leones o haciendo directamente el payaso-, el de Barcelona ha tenido su carpa.

La carpa, donde deambula la tribu periodística, es, si se me permite la expresión, la pera. El inmenso toldo blanco, en cada cumbre, apabulla por su enormidad: entre el imán informativo de las protestas antiglobalización, la ampliación de la UE al Este y, digámoslo, el atractivo de Barcelona, se alarga la lista de periodistas acreditados. 'Se han superado los 4.000 esta vez', exclama un miembro de la abultada delegación española, como si la cifra entrañara ya el germen del éxito político.

En los pasillos, todos dicen: 'Cuánto despliegue para tan poca chicha informativa'

La carpa es como el club comunitario, que, a base de correr sus fronteras hacia el Este y de engullir nuevos países sobre el mapa, corre el riesgo de diluir el nivel actual de integración. Los periodistas españoles, multiplicados como panes y peces en esta ocasión por el factor presidencia y para ensalzar las gestas europeas de José María Aznar, ya no se sientan juntitos. Los franceses no saben dónde están los alemanes, que son muchos pero no hacen ruido. Los italianos, que sí lo hacen, otean bajo la carpa en busca de los británicos. Los eslovacos presumen de no saber, lección de historia, dónde paran los checos. Los luxemburgueses, que se cuentan con los dedos de una mano, están directamente desaparecidos.

Y llegar a escuchar la información, nunca desinteresada y que siempre barre hacia dentro, de cualquier portavoz -en uno de esos horribles corrillos humanos que se forman por las esquinas antes y después de las conferencias de prensa en cadena- se ha convertido en misión imposible.

Las fotocopiadoras sacan cada vez más humo con la reproducción de los documentos en discusión o con los ya aprobados, y convierten a cualquier plumilla que se acerque a una de ellas con un papel en el Flautista de Hamelin. Todos a por el papel, aunque no se sepa si son las conclusiones de la cumbre o una carta de amor, que también las hay.

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Esto se ha vuelto muy grande, y muchos se preguntan para qué. En los pasillos, en el bar improvisado, devorando pequeños bocatas y criticando que el café no sea exprés, sino americano, todos dicen o se ríen de los que lo dicen: 'Cuánta gente, cuánto despliegue, para tan poca chicha informativa'.

Tirón de Barcelona aparte, los periodistas con base en Bruselas son los más entrenados para comprender a fondo los matices, los corchetes de quita y pon en los papeles, los mensajes entre líneas de los ministros, el mercadeo de la negociación, lo que está en juego pese a la apatía ciudadana y un lenguaje críptico que requiere al menos un año de aprendizaje. Algunos de ellos ironizan: 'Si no hay tortas en la calle, de verdad, ¿de qué coño hay que escribir aquí?'.

Frente a ellos, los paracaidistas que aterrizan por sorpresa en la carpa, los ajenos al devenir informativo de la Unión, son los únicos que trabajan sintiéndose seguros; los que concluyen en tono crack que 'el ministro no ha dicho nada'; los que corren más riesgos de repetir en los papeles, las ondas o la pantalla que la UE ha decidido tal y cual cosa. Moverse sin contexto es muy peligroso. El sólo sé que no sé nada es lo más recomendable cuando 15 delegaciones más la Comisión Europea y Mister PESC aseguran que han ganado. Cada cumbre es como un envite electoral. Sin urnas, claro.

Luego, cuando cae la noche y los famosos 4.000 arrastran por las calles de Barcelona (insólito, semivacías de coches y atiborradas de policías) lo que los viejos del lugar llaman 'cara de cumbre' (léase ojeras, adiós maquillaje, mangas de camisa arremangadas y profunda arruga entre las cejas), la única pregunta que vale es: '¿Dónde se cena bien, dónde se baila en esta ciudad?'.

La frustración que suele acompañar a las cumbres se ha agudizado en el caso de Barcelona, y así el comentario de que duele en el alma desembarcar en una ciudad hermosa para disfrutarla sólo unas pocas horas -normalmente la mañana posterior al circo, antes de pillar un avión de vuelta a casa, o de madrugada, porque el hervidero mental de la reunión, los excesos con la nicotina y el café y los reencuentros con los colegas que se fueron o se quedaron bloquean el sueño- se ha convertido en un zumbido persistente en la capital catalana.

Tras desempeñar su papel algo híbrido, entre público y protagonista por su capacidad de reorientar la agenda de las reuniones a base de amasar titulares, muchos se van hoy sin haber visto el mar.

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