Conversación en la catedral
Un grupo de mineros de Aznalcóllar dialoga sobre los miedos y las dudas con los que viven tras perder sus empleos
A veces, sin darnos cuenta, nos limitamos a ver el mundo desde detrás de una ventana. A un lado caen el día a día, la comodidad, la seguridad y las certezas, mientras que el cristal tamiza lo que percibimos de todo lo demás. A Tomás Losada le ha reventado ese cristal en las narices cuando está a punto de cumplir 60 años. El mundo se le presenta más sincero, pero también todo lo que tenía con el, sus certezas, su día a día, su comodidad, se han quedado desvalidas, vulnerables.
Este viejo minero jugueteaba en la noche del viernes con su paraguas mientras charlaba con varios antiguos compañeros de trabajo y ahora de protesta en un aterido corrillo bajo un pilar de la catedral de Sevilla. La vida y el trabajo le han marcado la cara con arrugas y bolsas bajo los ojos. Pero el gesto serio se le quedó desde que se levantó una mañana de abril de 1998 y le dijeron que la balsa de la mina de Aznalcóllar se había roto. Tomás supo entonces que nada sería igual. Ahora está encerrado en la catedral de Sevilla, por turnos, junto a sus compañeros de trabajo para pedir una solución al cierre de la mina, pero sabe que para él ésta sólo significa el retiro.
'Si es que lo que pedimos nosotros no lo quieren ni las bestias, que es trabajar'
Los más jóvenes de entre sus antiguos compañeros aún tienen años para que un patrón se decida a contratarlos. Él, que abandonó la escuela a los 10 años para irse a cuidar cochinos y después desfiló por varios oficios y patrones hasta recalar en la mina de su pueblo en enero de 1979, será dentro de poco un jubilado. 'Me levantaré por la mañana, daré paseos... y luego haré chapuzas en casa', relata parapetado tras una sonrisa de circunstancias. La mueca de alguien al que la vida se le ha adelantado a empellones, de repente.
Tomás, como todos, sabía que el retiro estaba ahí, que llegaría, pero el día que se rompió la balsa tanto él como sus compañeros perdieron mucho control sobre los cómos, los porqués y los cuándos de sus vidas.
'El día que se rompió la balsa, la gente del pueblo estaba asustada, hasta en los corrillos en la calle se hablaba en voz baja. Ahí se nos acabó el futuro', asegura José Martínez, otro de los integrantes del corrillo que, rodeado de penumbra y frío, masculla sus desdichas entre el lujo ostentoso de mármoles y plata de la catedral sevillana.
Martínez también tiene un talante serio y recuerda cómo todos en su familia han sido mineros, trabajadores como los que inflan colchonetas y extienden sacos de dormir con la determinación de pasar menos frío que la noche anterior. El escaso pelo cano de José se recorta con las pocas luces que quedan encendidas en la catedral a esas horas de la noche. Con el gesto pausado pero duro, este hombre, que trabajó 26 años en las minas de Aznalcóllar, muestra su desprecio hacia los políticos. 'Desde que rompió la democracia, Aznalcóllar siempre ha sido un pueblo muy socialista. Lo pasamos mal durante la dictadura por eso mismo y ahora se ve que éste es el pago. El próximo día que haya que votar me voy al campo a comer una tostá', se quejaba José. Y es que el daño laboral, el económico, que padecen estas personas es grande, pero no es superior a la zozobra que envuelve ahora hasta los conceptos más básicos de ser humano y sociedad, los que se creían más seguros, que sobre el mundo tenían estas personas.
Representantes políticos, sindicatos, periodistas... sistemas, instituciones o personas antes admiradas y respetadas se ven ahora de otra manera. Los cinco mineros que forman el corrillo hablan bajo y pausado, cansados de que sus bolsillos y sentimientos caminen por el alambre. Sus quietas palabras rezuman dolor y, sobre todo, sentimiento de traición. Una traición de cruel dureza, ya que surge de un accidente y luego se ha alimentado de las acciones u omisiones de diversas personas o instituciones. La falta de culpable identificado, lejos de adormecer la herida, ha contribuido a su extensión y los mineros ya ven todo desde el recelo.
Manuel Hato es joven, lleva muchos años en la mina, pero a sus músculos rotundos todavía les quedan muchas horas de trabajo por delante. Manuel mete cierto optimismo en la conversación con sus compañeros y agradece el apoyo de 'la sociedad'. 'La gente está con nosotros'.
El futuro de Manuel y la perspectiva del retiro malvenido de Tomás se juntan. Se cruzan las miradas. Tomás juguetea con el paraguas con pose de patriarca y Manuel cruza las manos. Para ambos la sociedad ya no son sus instituciones, sino las personas.
De nuevo con una sonrisa fría en los labios, Tomás lleva más allá sus palabras y asegura a sus compañeros que todo este calvario le ha enseñado a ver las cosas de otra manera. Los problemas de los otros se han vuelto más suyos. Se ha alejado de los partidos, de los políticos y ahora se fija más en los rostros de las personas y en las cosas que les pasan. Tras una breve pausa para masajearse los riñones castigados por el frío húmedo del templo sevillano, Tomás cambia de gesto para contarles a los demás el asco que el produce ver la situación de los inmigrantes magrebíes en Huelva. Con papeles y sin trabajo. Engañados, traicionados. Como se siente él y como quiere que los demás se sientan.
Tomás se tiene que redescubrir a sí mismo, aunque sea a su pesar, y eso le permite también soñar, anhelar cosas que antes quedaban desplazadas por lo cotidiano. 'La única solución que tiene el mundo es que no haya fronteras', compartió con sus compañeros, aunque quedaba claro por su tono que no esperaba, ni necesitaba, que nadie le diera la razón. Aun así, todos asintieron con la cabeza.
La llegada de otro compañero, ufano por haberse preparado ya el huequito donde intentará dormir esa noche, lleva al corrillo de nuevo a la mina, a su pueblo. 'Yo tengo 46 años y llevo 46 años en la mina. ¿Cómo? Pues mi madre y mi padre trabajaban en la mina, a mí me hicieron en terrenos de la mina y en cuanto pude entré a trabajar en la mina', asegura Juan Antonio Rodríguez. Con él, el corrillo empieza a hablar de otro drama, el que se ha vivido dentro de los muros de sus casas. 'Admito que a veces he gritado en casa por el mal humor que traía de las reuniones', confiesa avergonzado uno. Otro se lamenta de que todo esto le sucediera cuando una de sus hijas iba a empezar a ir a la universidad. Tomás sonríe por primera vez de verdad, aunque socarrón, y asegura que lo peor que le ha pasado a él en este aspecto es que el único de sus tres hijos que le queda en casa es ya mayor y no le sirve para que le den ningún dinero extra.
Los jóvenes confían en que las negociaciones acaben pronto y que todos cobren su paro e indemnizaciones y otros se jubilen. En este punto, los mayores pierden atención sobre la conversación ya que su destino está escrito. Tomás le da más y más giros al paraguas que sostiene entre sus piernas y se rebela resignado. 'Si es que lo que pedimos nosotros no lo quieren ni las bestias, que es trabajar'. Tomás se hunde cada vez más en sus pensamientos y eso se nota en las palabras que dirige a sus compañeros. Palabras, pensamientos en alto, para los que ya no espera respuesta. Está hablando para él, para la persona que tiene que empezar a construir, para las miles de horas libres que le amenazan y, por qué no, le meten miedo.
El frío y el resquemor de repensar las desdichas consiguen acabar con la conversación. Por esa noche. Si hay suerte, dentro de poco cada uno masticará su situación por su cuenta y en su casa. Si no, los muros de la catedral de Sevilla seguirán acogiendo las conversaciones y las dudas de mineros jóvenes y viejos. Tomás se levanta y, sin que nadie lo diga, se acaba la conversación. Todos a luchar contra el frío embuchados en mantas y sacos de dormir. Pocos durmieron. A la mañana siguiente sus mujeres y sus hijos vendrían a apoyarles y ellos les esperarían, como novios, a la puerta de la iglesia. Igual de nerviosos que novios, pero más tristes, estos 417 mineros a los que la vida se les dio la vuelta una mañana y por el momento tan sólo saben lo que han perdido.
El cierre de la mina en la que había trabajado casi toda su vida llenó de miedos e incertidumbres la vida de Tomás Losada. Para él, el mundo es ahora otro y se rebela ante situaciones a las que antes no prestaba atención, como la de los inmigrantes magrebíes en Huelva con papeles y sin trabajo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.