Las intermitencias del corazón
Empieza como terminan tantas cosas, empieza por el final: un revólver, un gatillo que se aprieta y una bala perforando un corazón enamorado. El que apunta y dispara es Sam Holladay, profesor de Historia de 63 años. El que cae para ya no levantarse es Simon Bell, abogado de 28 años. Entre el plomo que sale de un 38 corto y el orificio de entrada en el pecho de un hombre se agita la fatalidad de una mujer: Delia, joven esposa del primero, ardiente amante del segundo y tercer vértice de un triángulo tan viejo como el mundo y el amor. De eso trata esta primera novela del hasta ahora cuentista Michael Knight, de la exploración de un tema y un paisaje clásicos en la ficción de su país: la infidelidad en el suburbio. La pasión desatada como arma para combatir el horror vacui de las piscinas llenas, la amnesia inducida del country club, el cultivo zombi de rosas american beauty y el consumo automático del five o'clock martini. Así, el adulterio como píldora blanca y letra escarlata que no alcanza para aliviar y hacer olvidar el dolor de saber que -como escribió Proust- 'las perturbaciones de la memoria están siempre ligadas a las intermitencias del corazón'.
LA VARA DE ZAHORÍ
Michael Knight Traducción de Flora Casas Lengua de Trapo Madrid, 2001 206 páginas. 14,72 euros
Knight (Mobile, Alabama, 1969) ni siquiera intenta disimular -¿qué sentido tendría hacerlo?- las coordenadas donde se ubica y desde donde escribe. Knight cuenta lo suyo a la sombra y bajo la luz de John O'Hara, Richard Yates, John Updike y -a la hora del censo de un reparto de secundarios bizarros y líricos al mismo tiempo, donde destaca la viuda Betty Fowler, amiga y confesora de Bell, quien recorre noche tras noche un campo de golf con una vara de zahorí en busca de las monedas de oro que, asegura, enterró su marido muerto- del jamás superado profeta del infierno grande y el pueblo chico: John Cheever. Autor cuya influencia es evidente en frases como 'de mi padre heredé una casa, un coche, los ojos azules, un brazo ligero pero no visiblemente más largo que el otro y una irritación innata para con las personas supersticiosas' o en el modo en que el lazo de la tragedia se va cerrando alrededor de Bell y Holladay y que tanto recuerda a aquel duelo entre Hammer y Nailles en la magnífica Bullet Park.
Lo que no implica que Michael Knight -al igual que el Charles Baxter de la reciente El festín del amor (RBA), otro libro que bien podría transcurrir en las tierras baldías pero de césped impecable de Gibbsville, Revolutionary Road, Ollinger o Shady Hill- no haya aprendido perfectamente la lección y se apunte más de un hallazgo digno de alumno estrella. El modo en que Knight parte de un presente de catarsis y furia para ir explicando de a poco y con elegancia cuál es la verdadera historia de ese disparo a partir de acontecimientos del pasado -la manera en que los va disponiendo casi como en un teorema matemático donde las pasiones y los sentimientos pueden ser sumados o restados como si se trataran de números- nos hablan de un escritor que llegó para quedarse y que ya en su primera novela ha encontrado oro en ese campo de golf donde todavía juegan los fantasmas inmortales de sus maestros.
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