¡Vaya parto!
Tras muchos chascarrillos y noticias sincopadas que actuaban a modo de sondas de la opinión pública y de desguace de todo consenso posible, por fin se nos ha presentado el borrador de la ley de la Calidad de la Enseñanza. Y la verdad es que me deja un poco perplejo. Mientras lo leo, tengo la impresión de que se limita a realizar una serie de correcciones a la LOGSE, que queda como su referente básico, si bien trata de enmendar los supuestos teóricos de aquélla para justificar las innovaciones que introduce.
Intento comprender el verdadero alcance de éstas y concluyo, quizá con cierta precipitación, que lo que pretenden es salvar los aspectos de más difícil concreción de la LOGSE por vía expeditiva. Tampoco puedo evitar la sensación de que estas correcciones, tan cómodas y aparentemente tan inocuas, pueden tener unas consecuencias sociales considerables. Y me gustaría estar equivocado.
Del aprender a aprender de la LOGSE al saber a saber de la ley de Calidad, ¡menudo salto!
Tendremos un Bachillerato limpio de polvo y paja, pero que Dios se apiade de los dejados en el camino
El ideario en que se sustenta este ajuste es de una simpleza a veces malévola. Todo se funda en lo que aquí se denomina 'cultura del esfuerzo', una nueva aplicación del término cultura cuya definición en el texto resulta casi un enigma. Todos sabemos lo que significa el esfuerzo, sin el cual, en efecto, no hay aprendizaje. Y todos nos hemos solido quejar de una cierta pasividad del alumnado actual, que lo atribuíamos a una concepción del proceso de aprendizaje que lo confiaba todo a un agente externo.
El alumno tenía que ser motivado, y tenía que serlo desde fuera: él era como un agente neutro carente de intención, interés, curiosidad o motivación propia. El saber caía, no se buscaba, y para que cayera se hacía especial hincapié en procedimientos y métodos.
Mi descripción puede resultar simplista, pero algo así ha funcionado como reproche bastante generalizado contra lo ardua que se estaba volviendo la tarea de enseñar. Pues bien, la nueva ley corrige esa concepción y aúna esfuerzo y motivación, convirtiendo al alumno en una máquina de motivaciones. Cito: 'Por eso, el esfuerzo se hará cultura en nuestro sistema educativo si en éste se equilibran los aprendizajes con las motivaciones'. De entrada se entiende poco lo que esto quiere decir, pero con un poco de esfuerzo se acaba entendiendo todo.
Y es que esa máquina de motivaciones que es el alumno ha de saber elegir su motivación adecuada para estar bien escolarizado y aprovechar las oportunidades. En definitiva, debe saber elegir su itinerario. Un itinerario no es sino una oportunidad que da cauce a una motivación provechosa. Son mis palabras, pero no digan que no resultan deliciosas. Y el esfuerzo se estimula con pruebas, que ayudan al alumno a saber lo que sabe y lo que no sabe, y lo incentivan por tanto a superarse, algo imposible con la promoción automática. Del aprender a aprender, al saber a saber, ¡menudo salto! Y prueba tras prueba, el alumno sabrá a los 14 años cuál es su motivación, es decir, su itinerario. Los que superan las pruebas sabrán que lo que les motiva es el itinerario científico-humanístico, y los que no las superan, el técnico-profesional. Han hallado su vocación, salida de sus entrañas.
Reconózcanme que la ley es más que sibilina: no segrega -listos por un lado y menos listos por otro-, sino que ofrece a cada cual su oportunidad, ¡qué servicio! Por ejemplo, 'a los jóvenes inmersos en sectores social o económicamente desfavorecidos', a quienes cita explícitamente y a los que parece condenar en masa a esa oportunidad de oro. ¿No es un escándalo?
Pero el asunto no acaba ahí, porque a los resistentes a su auténtica motivación aún les quedará por salvar un último escollo: la Reválida. Sí, la Reválida, que tiene todo el aspecto de parecerse como dos gotas de agua a la actual Selectividad, pero que, como todo en esta ley, se parece pero es radicalmente distinta. Para examinarse de la Reválida el alumno tendrá que tener aprobados los dos cursos de bachillerato. En la actualidad, un alumno en esas condiciones puede presentarse a la Selectividad y acceder a la universidad o bien puede optar por un ciclo formativo de grado superior. En el futuro, ese alumno, si no aprueba la Reválida, no podrá optar ni por lo uno ni por lo otro, podrá tan solo lamentarse de no haber sabido hallar su motivación dos años antes y haberse dirigido a un ciclo formativo de grado medio, que es a donde tendrá que dirigirse ahora tras dos o tres años perdidos.
Si la Reválida no se convierte en un coladero, en un trámite, ¿no será otro elemento disuasorio, un incentivador de las vocaciones tempranas? Tendremos así un bachillerato limpio de polvo y paja, pero que Dios se apiade de los que hayamos dejado en el camino.
Que se apiade también de los profesores a los que les toque pelear con ese itinerario cuya motivación principal será el fracaso. Esta vez querido, eso sí, pero estarán todos juntos.
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