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Tribuna:FUTURO DEL HOSPITAL PSIQUIÁTRICO
Tribuna
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Bétera, parque temático: el final de un desatino

La Diputación de Valencia acaba de anunciar en Madrid, en el insólito escenario de Fitur, la próxima creación del Parc dels Pobles, uno de esos complejos gigantescos propios de la cultura del ocio y el despilfarro que ahora están de moda. La noticia no merecería mayor interés si no fuera porque ha sido elegido el hospital psiquiátrico Padre Jofré de Bétera para su emplazamiento y se anuncia ya su inminente reconversión, antes de que seamos capaces de adivinar la relación de nuestro tema con dicho parque temático. Al parecer, los presupuestos y plazos de ejecución están minuciosamente planificados, según nos enteramos por la prensa, donde vamos conociendo los detalles de la iniciativa.

Tanto los pacientes del centro como sus allegados ignoran el destino que les espera
Algunos de los dirigentes confundieron el recinto con un cortijo de su propiedad

A estas alturas, y con la euforia propagandística que invade a los promotores, puede parecer insultante recordar a nuestros dirigentes que los terrenos sobre los que fundan sus especulaciones todavía albergan un centro sanitario público. Aunque sea un maltrecho manicomio, pésimamente gestionado desde su apertura por la misma institución. Pero la lógica de la exclusión marginal es tan testaruda que hasta quienes debieran combatirla son los primeros en potenciarla sin pestañear. Francamente, cuesta imaginar un anuncio semejante en el que el hospital La Fe, pongamos un ejemplo surrealista, pudiera ser absorbido por El Corte Inglés para ampliar sus vecinas instalaciones, sin que sonara a inocentada cruel, capaz de provocar la indignación popular. Tampoco queremos hacer de aguafiestas si reclamamos alguna consideración sobre los primeros afectados -internos y personal-, que no son precisamente incómodos okupas a evacuar por vía rápida, sino dignos usuarios con largos años de convivencia con la enfermedad mental. Tanto los pacientes, como sus allegados, desconocen estas novedades y, sobre todo, ignoran el destino que les espera, por lo que andan revueltos los colectivos de familiares, que, si no estaban bastante indignados con el cierre de los centros de rehabilitación e inserción social, deben encajar ahora esta nueva tropelía. Igual nos ocurre a los profesionales de Salud Mental cuando conocemos estas improvisaciones caprichosas, ajenas a nuestro cometido. Como ya se han escuchado tantas ideas peregrinas sobre el destino del hospital, se comprenderá que a nosotros no nos pille del todo desprevenidos. Pero al tratarse de una auténtica solución final, quizás definitiva si no se pone remedio, bueno será que reflexionemos quienes empleamos las energías de nuestros mejores años en aquel centro.

El hospital psiquiátrico Padre Jofré de Bétera abrió sus puertas en 1974, tras una interminable provisionalidad de su predecesor, el viejo manicomio de Jesús, que durante más de un siglo alojó a miles de enfermos mentales en un vetusto convento malamente rehabilitado tras la desamortización de los bienes eclesiásticos. Se trataba de invocar con el nombre de aquel piadoso fraile mercedario la memoria de su gesta fundadora en el esplendor de la Valencia de principios del siglo XV, cuando el primitivo hospital dels folls, orats e ignoscents servía de ejemplo de protección asilar al desvalido, y anticipaba un modelo civil que los nuevos valores humanistas del Renacimiento habrían de adoptar. Pero a la vista del devenir de los tiempos, de la caridad cristiana a la beneficencia pública, y de las diputaciones al sistema sanitario general, no puede decirse que la asistencia a los enfermos mentales haya experimentado entre nosotros un auténtico progreso. Por más que se recurra con machacona insistencia a los mitos originarios que fundan la tradición pionera de la sociedad valenciana en el amparo de los desvalidos. Pero ésta es una tierra mítica, ya se sabe, y la ideología nacionalcatólica del tardofranquismo justificaba así la necesidad de que en Valencia se erigiera 'el mejor sanatorio psiquiátrico del mundo', por la obligación de la ciudad con su dignísimo pasado. Y de esta deuda histórica surgen los cimientos que elevaron la megalomanía de sus dirigentes a la altura del delirio, sin reparar para ello en gastos, por más que dicho modelo de concentración asilar prevista para 1.290 plazas se estimara por la OMS desfasado y obsoleto. Sobre todo con la caótica distribución de recursos y ausencia de reglamento de régimen interior con que se abría el centro. Sin director médico durante los primeros tres años, ni cabeza visible que pudiera regir su funcionamiento, se comprende que pudiera aplazarse algo tan elemental como la inauguración, que jamás llegó a celebrarse. Así que tal vacío de responsabilidades debe señalarse como una primera sinrazón gerencial que, ni sindicatos, ni juntas facultativas podrían remediar, por más que se culpase siempre a los trabajadores, como un permanente foco de corrupción y absentismo. Porque alguien tenía que dar la cara si no funcionaba el invento.

De entonces para acá, este síndrome faraónico parece haberse apoderado de casi todos los responsables y directivos, del signo político que fueren, que se han sucedido en su gobierno. Políticos de derechas propugnando el modelo de ciudad abierta -útil para muchos, para otros un peligro-, y diputados de izquierdas cerrando a cal y canto los 550.000 m2 de superficie, mediante muros de hormigón en todo su perímetro, en una insólita muestra de fantasía carcelaria que sólo perdonó el alambre de espino. La aprobación de la Ley General de Sanidad del ministro Ernest Lluch permitió acabar con la tradicional exclusión de la Seguridad Social que padecían, por improductivos -todavía en 1986- los habitantes del manicomio. Igual que la padecíamos nosotros, los profesionales de la Psiquiatría, considerados hasta entonces por sectores sociosanitarios como exóticos ejemplares de quehacer sospechoso y dudoso conocimiento científico. Incluso la Justicia ha debido intervenir a menudo en este gueto marginal, indagando jueces y fiscales sus condiciones de vida a instancias del Defensor del Pueblo, hasta decretar la salida a la calle de numerosos asilados, condenando a la Diputación a enmendar el vacío legal de tantos años de secuestro. Lo malo es que algunos de los sucesivos dirigentes terminaban por confundir el recinto hospitalario con un cortijo de su propiedad, y así se les ocurría rellenar el espacio liberado con viveros, desechos burocráticos, colecciones arqueológicas o depósitos de arte. Otros se empeñaban en albergar a deportistas de élite, reclusos penitenciarios, pacientes terminales, enfermos de sida o residencias de lujo. ¡Hasta perros de experimentación hemos llegado a ver ingresar en el hospital, entre ladridos de escándalo, en una decisión de gestores que sin duda habían perdido el buen juicio!

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Esta suerte de reconversión polivalente y descabellada se hacía al amparo de una tendenciosa perversión de los principios más nobles que sostienen la superación del modelo asilar, mediante la transinstitucionalización de internos a lugares poco cualificados, incluso ilegales, por falta de recursos sociales alternativos. O peor aún, a través de la abusiva sobrecarga de sus familiares más cercanos, verdaderos ejecutores de la reforma, al quedar obligados a compartir los suplicios de la enfermedad sin el adecuado respaldo de asistencia, ni dispositivos intermedios o plazas hospitalarias que permitieran su plena integración en la comunidad. Por eso muchos de ellos acaban como antaño, de vagabundos o mendigos, porque resulta indignante que de cada nuevo traslado nunca se beneficien los pacientes, que asisten al expolio de su único patrimonio -la revalorización de sus lugares de internamiento- sin poder aspirar siquiera a alguna forma de indemnización de quienes obtienen pingües beneficios de la privatización de su cronicidad. Algo parecido nos ocurre a los profesionales, que asistimos al enésimo Plan de Salud Mental con la convicción de que tampoco será ejecutado, y acabado el ejercicio seguirán sin concretarse las competencias autonómicas o provinciales.

Como vemos, no producen más desgaste los trastornos psíquicos que los sucesivos delirios institucionales que nos ha tocado padecer, o las intolerables injerencias en asuntos técnicos que suelen ser práctica corriente desde la prepotencia gerencial. Como la grave intromisión que ahora nos ocupa y avergüenza. Lo raro sería encontrar algún gestor sensible, que se acercara a nuestro tema motivado por el compromiso con los derechos de los marginados y los valores cívicos de la solidaridad. Pero con eso no se llena un parque temático, ni será fácil obtener los recursos financieros que lo patrocinen. Y, sin embargo nos urge ahora más que nunca, antes que a esta tierra de nadie llegue el ministro de Defensa y decida poner una base de la OTAN, que tampoco parece la solución más cabal.La Diputación de Valencia acaba de anunciar en Madrid, en el insólito escenario de Fitur, la próxima creación del Parc dels Pobles, uno de esos complejos gigantescos propios de la cultura del ocio y el despilfarro que ahora están de moda. La noticia no merecería mayor interés si no fuera porque ha sido elegido el hospital psiquiátrico Padre Jofré de Bétera para su emplazamiento y se anuncia ya su inminente reconversión, antes de que seamos capaces de adivinar la relación de nuestro tema con dicho parque temático. Al parecer, los presupuestos y plazos de ejecución están minuciosamente planificados, según nos enteramos por la prensa, donde vamos conociendo los detalles de la iniciativa.

A estas alturas, y con la euforia propagandística que invade a los promotores, puede parecer insultante recordar a nuestros dirigentes que los terrenos sobre los que fundan sus especulaciones todavía albergan un centro sanitario público. Aunque sea un maltrecho manicomio, pésimamente gestionado desde su apertura por la misma institución. Pero la lógica de la exclusión marginal es tan testaruda que hasta quienes debieran combatirla son los primeros en potenciarla sin pestañear. Francamente, cuesta imaginar un anuncio semejante en el que el hospital La Fe, pongamos un ejemplo surrealista, pudiera ser absorbido por El Corte Inglés para ampliar sus vecinas instalaciones, sin que sonara a inocentada cruel, capaz de provocar la indignación popular. Tampoco queremos hacer de aguafiestas si reclamamos alguna consideración sobre los primeros afectados -internos y personal-, que no son precisamente incómodos okupas a evacuar por vía rápida, sino dignos usuarios con largos años de convivencia con la enfermedad mental. Tanto los pacientes, como sus allegados, desconocen estas novedades y, sobre todo, ignoran el destino que les espera, por lo que andan revueltos los colectivos de familiares, que, si no estaban bastante indignados con el cierre de los centros de rehabilitación e inserción social, deben encajar ahora esta nueva tropelía. Igual nos ocurre a los profesionales de Salud Mental cuando conocemos estas improvisaciones caprichosas, ajenas a nuestro cometido. Como ya se han escuchado tantas ideas peregrinas sobre el destino del hospital, se comprenderá que a nosotros no nos pille del todo desprevenidos. Pero al tratarse de una auténtica solución final, quizás definitiva si no se pone remedio, bueno será que reflexionemos quienes empleamos las energías de nuestros mejores años en aquel centro.

El hospital psiquiátrico Padre Jofré de Bétera abrió sus puertas en 1974, tras una interminable provisionalidad de su predecesor, el viejo manicomio de Jesús, que durante más de un siglo alojó a miles de enfermos mentales en un vetusto convento malamente rehabilitado tras la desamortización de los bienes eclesiásticos. Se trataba de invocar con el nombre de aquel piadoso fraile mercedario la memoria de su gesta fundadora en el esplendor de la Valencia de principios del siglo XV, cuando el primitivo hospital dels folls, orats e ignoscents servía de ejemplo de protección asilar al desvalido, y anticipaba un modelo civil que los nuevos valores humanistas del Renacimiento habrían de adoptar. Pero a la vista del devenir de los tiempos, de la caridad cristiana a la beneficencia pública, y de las diputaciones al sistema sanitario general, no puede decirse que la asistencia a los enfermos mentales haya experimentado entre nosotros un auténtico progreso. Por más que se recurra con machacona insistencia a los mitos originarios que fundan la tradición pionera de la sociedad valenciana en el amparo de los desvalidos. Pero ésta es una tierra mítica, ya se sabe, y la ideología nacionalcatólica del tardofranquismo justificaba así la necesidad de que en Valencia se erigiera 'el mejor sanatorio psiquiátrico del mundo', por la obligación de la ciudad con su dignísimo pasado. Y de esta deuda histórica surgen los cimientos que elevaron la megalomanía de sus dirigentes a la altura del delirio, sin reparar para ello en gastos, por más que dicho modelo de concentración asilar prevista para 1.290 plazas se estimara por la OMS desfasado y obsoleto. Sobre todo con la caótica distribución de recursos y ausencia de reglamento de régimen interior con que se abría el centro. Sin director médico durante los primeros tres años, ni cabeza visible que pudiera regir su funcionamiento, se comprende que pudiera aplazarse algo tan elemental como la inauguración, que jamás llegó a celebrarse. Así que tal vacío de responsabilidades debe señalarse como una primera sinrazón gerencial que, ni sindicatos, ni juntas facultativas podrían remediar, por más que se culpase siempre a los trabajadores, como un permanente foco de corrupción y absentismo. Porque alguien tenía que dar la cara si no funcionaba el invento.

De entonces para acá, este síndrome faraónico parece haberse apoderado de casi todos los responsables y directivos, del signo político que fueren, que se han sucedido en su gobierno. Políticos de derechas propugnando el modelo de ciudad abierta -útil para muchos, para otros un peligro-, y diputados de izquierdas cerrando a cal y canto los 550.000 m2 de superficie, mediante muros de hormigón en todo su perímetro, en una insólita muestra de fantasía carcelaria que sólo perdonó el alambre de espino. La aprobación de la Ley General de Sanidad del ministro Ernest Lluch permitió acabar con la tradicional exclusión de la Seguridad Social que padecían, por improductivos -todavía en 1986- los habitantes del manicomio. Igual que la padecíamos nosotros, los profesionales de la Psiquiatría, considerados hasta entonces por sectores sociosanitarios como exóticos ejemplares de quehacer sospechoso y dudoso conocimiento científico. Incluso la Justicia ha debido intervenir a menudo en este gueto marginal, indagando jueces y fiscales sus condiciones de vida a instancias del Defensor del Pueblo, hasta decretar la salida a la calle de numerosos asilados, condenando a la Diputación a enmendar el vacío legal de tantos años de secuestro. Lo malo es que algunos de los sucesivos dirigentes terminaban por confundir el recinto hospitalario con un cortijo de su propiedad, y así se les ocurría rellenar el espacio liberado con viveros, desechos burocráticos, colecciones arqueológicas o depósitos de arte. Otros se empeñaban en albergar a deportistas de élite, reclusos penitenciarios, pacientes terminales, enfermos de sida o residencias de lujo. ¡Hasta perros de experimentación hemos llegado a ver ingresar en el hospital, entre ladridos de escándalo, en una decisión de gestores que sin duda habían perdido el buen juicio!

Esta suerte de reconversión polivalente y descabellada se hacía al amparo de una tendenciosa perversión de los principios más nobles que sostienen la superación del modelo asilar, mediante la transinstitucionalización de internos a lugares poco cualificados, incluso ilegales, por falta de recursos sociales alternativos. O peor aún, a través de la abusiva sobrecarga de sus familiares más cercanos, verdaderos ejecutores de la reforma, al quedar obligados a compartir los suplicios de la enfermedad sin el adecuado respaldo de asistencia, ni dispositivos intermedios o plazas hospitalarias que permitieran su plena integración en la comunidad. Por eso muchos de ellos acaban como antaño, de vagabundos o mendigos, porque resulta indignante que de cada nuevo traslado nunca se beneficien los pacientes, que asisten al expolio de su único patrimonio -la revalorización de sus lugares de internamiento- sin poder aspirar siquiera a alguna forma de indemnización de quienes obtienen pingües beneficios de la privatización de su cronicidad. Algo parecido nos ocurre a los profesionales, que asistimos al enésimo Plan de Salud Mental con la convicción de que tampoco será ejecutado, y acabado el ejercicio seguirán sin concretarse las competencias autonómicas o provinciales.

Como vemos, no producen más desgaste los trastornos psíquicos que los sucesivos delirios institucionales que nos ha tocado padecer, o las intolerables injerencias en asuntos técnicos que suelen ser práctica corriente desde la prepotencia gerencial. Como la grave intromisión que ahora nos ocupa y avergüenza. Lo raro sería encontrar algún gestor sensible, que se acercara a nuestro tema motivado por el compromiso con los derechos de los marginados y los valores cívicos de la solidaridad. Pero con eso no se llena un parque temático, ni será fácil obtener los recursos financieros que lo patrocinen. Y, sin embargo nos urge ahora más que nunca, antes que a esta tierra de nadie llegue el ministro de Defensa y decida poner una base de la OTAN, que tampoco parece la solución más cabal.

Cándido Polo es psiquiatra de los servicios de Salud Mental de Valencia.

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