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Columna
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El tapón

Lamento que a Ruiz-Gallardón le haya tocado ponerle por las bravas el tapón al botellón. Y no es que me declare yo enemigo del sueño del vecindario, sino que, por lo que dicen los más reputados analistas de los comportamientos sociales en el apartado juvenil, de poco o de nada va a servir que el joven presidente se desviva por la salud de los muchachos madrileños en esa cruzada contra el alcohol al aire libre. Y si de nada sirve, o más bien de poco, es una pena que él, que además de liberal es pragmático, o lo uno por lo otro, se desgaste haciendo de guardia de la porra. Para esas misiones tiene el PP figuras más edificantes, como Rajoy, que debajo de sus morigeradas formas cardenalicias, tan engañosas, encierra una afición verdadera por el palo. O la más puritana de Manzano, a quien, más que la salud de los jóvenes, le preocupa la salvación de sus almas. Pero Gallardón, que a pesar de su voz campanuda y su compostura atildada, es capaz de hablar y disfrutar lo mismo de Estopa que de Manu Chao, y de repetir sus letras con los chicos del botellón, es una pena que encabece ahora esta cruzada puritana, si es que de verdad no va a conseguir ni que los vecinos duerman ni que la juventud se declare súbitamente abstemia. Y ya que se metió en esto, echa uno en falta su talante en las formas con las que ha afrontado esta vez el problema, porque al Consejo de la Juventud le tengo oído que no hay norma de que prospere si primero no se entra en razones con ellos. Aunque no descarto que después de emplear horas en un debate se termine descubriendo que los que se sientan en el tal Consejo no salen de botellón y que los efectos del diálogo se desvanezcan en acuerdos que no comparten los que liberan líquido por la calle.

Lo que yo no le recomendaría en ningún caso al presidente es la organización de actividades sanísimas en las madrugadas para disuadir a los jóvenes embriagados. El amor al arte y al deporte, todo a sus horas, no elude el botellón: cuando uno elige emborracharse con los amigos no lo hace por falta de distracción, ni porque las infraestructuras culturales no abran por las noches. Que la gente quiere dormir es indudable y que, a veces, los chicos no están por la labor, también es cierto, pero con frecuencia el mismo vecino que protesta porque no duerme tiene a sus hijos en la calle desvelando a otros, mientras él ejerce más de vecino que de padre. Y en eso no veo yo que Gallardón termine de aplicarse: el castigo de los chicos queda tipificado, y también el de los propietarios de los locales de bebidas, pero a los padres se les facilita el sueño y en caso de que la ambulancia haya de atender a sus criaturas se duda de si avisarles o no, delicadamente, para que no se nos sobresalten. Supongo que estos papás agradecen la política represiva que reclaman a una autoridad vigilante, después de poner a caer de un burro a los educadores, convencidos ellos, como si del Gobierno de Aznar se tratara, de que la culpa de lo que le pasa a sus hijos siempre está fuera de casa. Al fin y al cabo, la iniciativa de un ayuntamiento grancanario de instaurar un toque de queda para obligar a los jóvenes a estar en casa a hora temprana devolvía el problema a sus papis. Pero esta política represiva -inédita en las sociedades democráticas europeas- tiene en el caso de Madrid dos excepciones llamativas a la prohibición de beber en la calle. Una, por la que el puritanismo imperante nos encamina al pasado, y que consiste en recuperar el viejo sentido de las fiestas patronales, devolviéndoles la excepcionalidad de su regocijo. Claro, que las fiestas patronales son las del santo patrono, con lo cual los carnavales, por ejemplo, quedan fuera de la tolerancia. Y en este punto entiendo yo que Chaves quiera ser más duro que Gallardón, porque si en Andalucía, donde cuando acaba una romería empieza una feria, establece una excepción como ésta, más que acabar con el botellón, lo fomenta.

Y la otra excepción, más moderna y más del PP, porque trata de incrementar los ingresos de los empresarios de las terrazas, es injusta al cabo con los ricos: se desentiende así el Gobierno regional de proteger la salud de los jóvenes más pudientes al dejarles beber en las terrazas; ellos sí podrán matarse en la rúa. Pero los que de verdad me preocupan a mí, señor presidente, son los vecinos de los pueblos de Madrid que quieran salir a tomar la fresca con su tintorro en el buen tiempo que viene: corren peligro de que esta ley seca acabe con sus costumbres de convivencia, a menos que un pijo de la capital les monte sus terrazas o hagan del verano una permanente fiesta patronal.

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