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Columna
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La religión mercantil

Josep Ramoneda

La salud de una democracia puede medirse por la amplitud del espectro de las opiniones y de las propuestas que es capaz de incorporar. Una asamblea de clónicos ideológicos nunca será una democracia, a lo sumo será una parada fascistoide. La vitalidad de una cultura puede medirse por la capacidad de interrogarse a sí misma, de ponerse en cuestión, de no instalarse nunca en la cómoda presunción de la verdad definitiva. La semana de la cumbre europea podría ser una buena reválida para el control de calidad de nuestra democracia y da la impresión de que las notas pueden ser bajas. De momento, nuestros gobernantes -del PP y de CiU- están demostrando que no tienen el menor interés en aprobar ni en la primera materia -capacidad de integración de la democracia- ni en la segunda -la asunción de la crítica como fundamento de la libertad.

Desde el 11-S es más fácil todavía justificar el recurso a las mayores arbitrariedades y generar las mayores incomodidades a la ciudadanía en nombre de la seguridad. Es un modo de olvidar que lo que falló el 11-S no fue la policía en la calle, ni los sistemas de defensa de los edificios, sino los servicios de información, a los que pasó por delante una banda terrorista para cometer una atrocidad sin precedentes, y ni se enteraron. Pero sobre todo es un modo de confundir, de generar una amalgama que reduzca al mínimo el espacio de lo posible en nuestras democracias sometidas a lo que Pascal Bruckner llama la religión mercantil. El gigantesco búnker que se está construyendo en la parte alta de la Diagonal no se sabe si es para evitar un atentado terrorista (para lo cual es mucho más eficiente un buen sistema de información) o para impedir el paso a los manifestantes antiglobalización. Las autoridades juegan deliberadamente a esta confusión: poner en el mismo terreno a los miles de militantes antiglobalización, a las decenas de potenciales terroristas y a los centenares de agitadores violentos que, con toda probabilidad, como siempre, intentarán hacer de las suyas aprovechando el acontecimiento. El mensaje que el PP y CiU nos envían es éste: todos son lo mismo. Son lo mismo los que piensan que la globalización debería hacerse de otra manera, los que aprovechan este follón, como cualquier otro, para hacerse notar con sus destrozos, los terroristas y los que apoyan a los terroristas.

Esta amalgama se hace para asustar a la gente de orden y apiñarla en su entorno ante las próximas contiendas electorales. Por eso, hay que remachar el clavo acusando de irresponsables a los socialistas por participar en un Foro Social convocado por un montón de entidades totalmente legítimas y por dejar libertad a sus militantes para manifestarse. ¿Cómo no tendrán libertad los militantes de un partido democrático para manifestarse cuando y donde les dé la gana? Incluso las juventudes nacionalistas han entendido que nadie les puede prohibir manifestarse a pesar de las instrucciones de sus jefes Pujol y Mas. Y así lo han dicho.

Después del 11-S el recurso a la violencia por parte de los agitadores está, si cabe, más deslegitimado todavía. La cumbre era una oportunidad para favorecer los esfuerzos de los pacíficos por separarse de los alborotadores. Todo lo que se está haciendo desde los poderes públicos -desde el desmesurado despliegue de seguridad hasta las medidas complementarias y el discurso de acompañamiento- parece hecho para asegurar que haya conflicto, que haya enfrentamientos -para poder lucir sus estrellas como gente de orden- en vez de pensar en términos de incorporación democrática y amplitud del espacio de lo que se puede hacer y de lo que se puede decir. Al parecer, la libertad en España debería limitarse a escribir notas a pie de página a la doctrina oficial definida por el PP y por CiU. Quien ose ir más allá del simple matiz corre el riesgo de caer en el espacio pantanoso de la subversión, y a la que se descuide verá su nombre en las listas terroristas. La obligación de un gobernante democrático es velar por las personas y por sus derechos: deben garantizar, por supuesto, la seguridad de los gobernantes convocados, pero también la de los ciudadanos y el derecho de los manifestantes pacíficos a salir a la calle. Y, sin embargo, lo que se hace es magnificar la posible presencia de gente de Batasuna en las calles, para inducir a la opinión a pensar que todos los que se manifiestan son cómplices del terrorismo. Jugar con el miedo; ésta es la estrategia del PP, la que ha aplicado con la cuestión de la inmigración y la que está aplicando ahora con la antiglobalización, convencido de que por este camino se perpetúa en el poder. Sí así fuera sería al precio de daños irreparables para nuestra democracia, porque nunca empequeñeciendo el terreno de juego se aumenta la libertad. Para que la estrategia del miedo funcione es necesario despolitizar la sociedad; por eso el PP reacciona cada vez que aparecen síntomas de repolitización, no fuera que desbarataran sus planes.

Del PP, un partido conservador, que viene de una tradición -la de la derecha española- ajena a la democracia que asumió por necesidad, no sorprende esta estrategia. Probablemente sería mucho pedir que miren el pasado y que vean como los grandes cambios de la sociedad han empezado a veces en las zonas periféricas del sistema. No es fácil, conforme a sus clichés, que entendieran, por ejemplo, que sin las revueltas del 68 que destruyeron el viejo orden mental, cultural y moral europeo no se habría entrado en la llamada transición liberal. Lo que sí sorprende un poco es que CiU se haya apuntado a esta estrategia. La fascinación de la nueva guardia nacionalista por el PP, sus pompas y sus obras, es muy alta. Probablemente, Mas y los suyos estén también sometidos al síndrome Operación Triunfo y entienden que fuera de allí no hay salvación para la juventud. Pero Pujol parecía distinto, parecía que por cultura y por sensibilidad política era capaz de entender las cosas que se mueven. Por lo visto, ha perdido la libertad del que manda y no tiene todavía la libertad del jubilado, salvo que realmente le hayan convertido, a él también, a la religión mercantil.

No sólo de economía vive el hombre. Hay que reestablecer el equilibrio perdido. Al propio Pujol se lo he oído alguna vez. ¿Por qué no escuchar las voces de quienes dicen eso de modo más ruidoso o más crítico? El gran peligro es que acallando las voces del movimiento antiglobalización se acabe acallando cualquier voz que quiera escapar de la otra baldosa mental, aquella en la que está encerrado el ciudadano nif: competidor, contribuyente, consumidor. La nueva fe: la religión mercantil.

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