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La soga al cuello

La tragedia de Venezuela, que no sabe cómo sacarse de encima al presidente Hugo Chávez Frías, es una de las lecciones ejemplares de la historia reciente en América Latina. Hace poco más de tres años, en diciembre de 1998, Chávez fue elegido por una mayoría abrumadora: 56,20% de los votos. Con ese mandato convocó a otra elección para reformar la Constitución, fundó lo que dio en llamar la Quinta República, le cambió el nombre al país -que desde entonces se llama República Bolivariana de Venezuela- y logró en el año 2000 otra victoria como candidato a presidente, esta vez con el 60,3%, veintitrés puntos por encima de su único rival importante.

Aunque estaba claro desde el principio que Chávez no tenía el talento ni la decisión arrolladora que hacen falta para llevar adelante la revolución que había prometido, eliminando los feroces índices de pobreza y mejorando la educación y la salud sin lesionar al mismo tiempo las libertades esenciales, un número considerable de venezolanos ilustrados se dejó seducir por su discurso nacionalista, por sus utopías anacrónicas y por el deseo de acabar con la corrupción severa y la inepcia de la clase política.

Dudar de Chávez o aún reflexionar sobre los desvaríos verbales de Chávez fue tomado, durante largos meses, como una injuriosa falta de fe en el país que estaba levantando cabeza. Una vez más, como sucede con los regímenes autoritarios, se confundían los intereses del Gobierno de turno con los intereses de la nación. Estaba de moda entonces celebrar el desparpajo con que el presidente ordenaba a los militares que repartieran víveres y construyeran caminos, la audacia con que desafiaba a los Estados Unidos y la insolencia con que envió una carta de solidaridad al terrorista Ilich Ramírez Sánchez, el Chacal, preso en una cárcel de París.

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Más alarmantes eran los contactos informales que Chávez mantenía con la guerrilla colombiana, acaso con la idea de forjar en el futuro un ejército bolivariano que reconstruyera la Gran Colombia de comienzos del siglo XIX. El teniente coronel nunca ocultó esos sueños.

A mediados de 1999, cuando lo entrevisté durante más de dos horas en el palacio de Miraflores, Caracas, Chávez me impresionó como un muchachote franco, seductor, al que Venezuela le quedaba grande. En ese diálogo justificó con énfasis el golpe que había dado contra Carlos Andrés Pérez en 1992, presentándolo como una cruzada de purificación. 'Aquí arriba', me dijo, señalando hacia los cuartos del piso alto, 'Pérez instaló la vivienda de su amante y montó sus orgías'.

Eran tiempos de euforia: el petróleo estaba superando entonces los 28 dólares por barril, las divisas entraban a raudales en las arcas del Estado y la prensa era benévola con el presidente, a pesar de que trataba de forjar una nación regida por un partido único y de someter todas las instituciones a su voluntad.

Hace ocho o diez meses, esas ilusiones se volvieron humo. La popularidad de Chávez descendió casi al mismo ritmo que el valor del petróleo, ahora alrededor de los veinte dólares. No se sabe cómo administró el teniente coronel la inverosímil riqueza que entró a Venezuela en los últimos dos años, sin que ninguna de sus grandes promesas se haya cumplido. El país está peor que antes de la bonanza, porque los inversores internacionales se han ido retirando de a poco, escaldados por el humor imprevisible del presidente. Esas deserciones serían menos graves si la economía estuviera diversificada, pero no es así. Venezuela sigue, como hace siete décadas, uncida al yugo de su principal exportación, que, para colmo, es un recurso no renovable.

Mientras el espejismo de Chávez se evapora a toda velocidad, crece otro espejismo que tal vez sea peor: deshacerse cuanto antes de Chávez. Ya han aparecido militares como el coronel Pedro Soto y el capitán Pedro José Flores, que reclamaron la inmediata renuncia del presidente y su reemplazo por un Gobierno civil que se ampararía en el descontento de las Fuerzas Armadas. Lo que proponen Soto y Flores es el mismo remedio que Chávez quiso aplicar hace diez años y que produjo, junto al derrumbe estrepitoso de la vieja clase política, la aparición de una democracia autoritaria que consiente otras formas de corrupción y que cobija una nomenclatura tan parásita como la anterior. Chávez podría ser sustituido, así, por otro Chávez.

Una regla de oro de la democracia asegura que las instituciones elegidas por las mayorías deben permanecer intocables hasta que otra mayoría equivalente o mayor las modifique: y eso tan sólo si hay razones imperiosas. Si los gobernantes se cambiaran al azar de su popularidad, en el mundo entero se viviría un minué político de vértigo en el que prosperarían los demagogos.

Venezuela se equivocó al elegir a Chávez, pero esa elección se ratificó al menos dos veces -en las constituyentes y en las segundas presidenciales-, por márgenes siempre amplios. La única manera aceptable de enmendar ahora aquel error es otra elección. A menos que, por efecto de una masiva presión popular, el presidente accediera a renunciar, como pasó en la Argentina con Fernando de la Rúa y, semanas más tarde, con Adolfo Rodríguez Sáa. Si en el camino se mezclaran pronunciamientos militares, lo único que lograrían es enturbiar un proceso ya de por sí traumático. Y aun así, la salida argentina no es el mejor ejemplo. Los revueltos días de tránsito entre el año 2001 y el 2002 costaron treinta muertos y un estado de efervescencia anárquica que sigue sin aplacarse.

Los vientos hemisféricos soplan ahora en direcciones inquietantes. El Gobierno de Estados Unidos -cuya legitimidad de origen es también dudosa- aprobó en octubre de 2001 un Acta Patriótica que, con el pretexto de garantizar la seguridad interna, permite investigar la propiedad y la intimidad de las personas sin advertencia previa. Ese escrutinio incluye, por supuesto, a los extranjeros de paso, en especial a los árabes y latinoamericanos. Cualquier signo de inestabilidad en la región enciende las alarmas de Washington. Los gobiernos republicanos tienen el hábito de intervenir de modo indirecto o invasor, como lo demostraron Nixon en Chile, Reagan en Nicaragua y Granada, George Bush en Panamá. Por su vecindad con la explosivaColombia y por los lazos casi filiales que existen entre Fidel Castro y Chávez, hay un silencioso y perpetuo interés de Washington por lo que pasa en Venezuela. No sería raro que detrás de cualquier próxima rebelión nacionalista aparecieran intereses de patriotismo sospechoso.

Chávez es el confuso delta en el que desembocó Venezuela tras el descrédito de sus grandes partidos tradicionales, el gasto alegre y la corrupción enloquecida de los Gobiernos democráticos que se sucedieron tras la primera estampida de los precios del petróleo, en 1973. Cuando el teniente coronel apareció en el horizonte prometiendo que barrería esos estragos, se convirtió primero en el santo y seña de los que confiaban en una rápida salvación nacional y luego, durante sus dos años de cárcel, en un mesías irrefutable.

Venezuela está pagando las consecuencias de esa quimera, y ahora, con la soga al cuello, no sabe cómo quitársela de encima. La democracia es hija de la paciencia y acelerar sus tiempos crea con frecuencia remedios peores que la enfermedad. Si Chávez destruyó casi todas las instituciones que estaban antes de su llegada, ¿tiene ya Venezuela con qué llenar ese vacío cuando desaparezca Chávez? Sería fatal que no hubiera respuestas para esa simple pregunta.

Tomás Eloy Martínez es escritor argentino, ganador del V Premio Alfaguara de Novela con El vuelo de la reina.

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