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Columna
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El mal gusto español

¿Es España un país de mal gusto natural? ¿Aquél en el que lo natural es el mal gusto?

En una ocasión, hace pocos años, en que asistía a un cóctel de la embajada de un país occidental, que el buen gusto no me permite identificar, oí cómo la señora del primer secretario, mientras contemplaba desde la terraza de un ático un atardecer madrileño lleno de guiños de neón y relámpagos incandescentes, le decía a la señora del embajador: ¡Qué kitsch es Madrid!

Si un visitante francés, italiano, británico con suficientes conocimientos de la lengua castellana, hace una cala un poco seria en unos cuantos de los más populares programas de televisión y radio, sin distinción entre lo público y lo privado, es sumamente verosímil, sobre todo si se trata de personas que hayan recibido una educación media alta de tipo humanidades clásicas, que llegue a la desazonante conclusión de que éste es el país con peor gusto, con peores maneras, más arrabalero del mundo occidental.

El torrente de lo que comúnmente se ha considerado en los colegios de pago como groserías extremas, pornografías innecesarias, exhibiciones descaradas de peleas entre famosos que no lo son -famosos, sí; peleas, no- y provocaciones de todo tipo que sólo aspiran a suscitar una risilla morbosa y semiculpable, es inagotable, imbatible, e insoportable.

El buen gusto, lo sabemos, es materia sumamente coyuntural que depende mucho de la geografía; en Japón hay cosas que no son kosher, y que, en cambio, en Occidente caen la mar de bien y viceversa; o de las épocas: eructar en público carecía de importancia en el siglo XVIII y últimamente no ha tenido muy buena prensa. Pero, de igual forma, cabe admitir que es de mal gusto, temporal y geográficamente, todo aquello que reúne un consenso suficiente de que lo es, y por eso se ve rechazado por una parte mayoritaria y suficiente de la sociedad, o de lo que podríamos llamar sus portavoces con título.

¿Quiénes pueden ser esos señalados ciudadanos? Las personas de una educación media alta, que, además, gocen de una cierta posición, de un cierto liderazgo social como profesores, militantes de asociaciones abocadas al Bien Común, partidarios del 0,7%, representantes de Iglesias, fundaciones, empresarios, algunos periodistas, funcionarios de la cosa pública, líderes y dirigencia de partidos, sindicatos, profesionales de lo liberal, etcétera. Y si hiciéramos una encuesta entre estos relevantes miembros de la sociedad parece que seguro que su resultado sería abrumadoramente condenatorio de las prácticas citadas, sin perjuicio de que unos cuantos de ellos en la intimidad de su hogar no desdeñaran presenciar total o parcialmente algunos de esos programas de titulación siempre peculiar como el que alude a una obra de Ray Bradbury u otro, de hace unos años, que llevaba el nombre de un río de película del Oeste.

Pero parece claro que esos formadores de opinión no son mayoría, puesto que la mayoría no siente repugnancia suficiente ante esos engendros como para dejar de sustentarlos con su atención, que es lo mismo que decir con la publicidad que les es, entonces, inherente. La mayoría de los españoles, por lo tanto, es de un mal gusto que asusta. Hagamos un poco de historia comparativa.

En la televisión británica es cierto que en los últimos tiempos se ha abierto algún camino la palabra soez, so capa de acercarse a la forma de hablar del pueblo, pero nada se aproxima siquiera a a los volcanes de garrulería infecta -y seguramente infecciosa- con que se obsequia al televidente en España. En Italia, de cuyo modelo de televisión me parece que somos fuertemente tributarios al menos en lo que podríamos llamar espacios de entretenimiento, aparte de unas presentadoras sensacionalmente guapas, se observan unos límites de palabra y obra, no sé si por respeto al Papa que no se le escapa ni una, que, por comparación, aquí consideraríamos propios de un convento de ursulinas. En Francia, el modelo histórico de televisión para la elevación del alma sigue plenamente vigente y no hay, virtualmente, forma de sintonizar ninguna cadena generalista a ninguna hora del día, sin que aparezcan varios señores -señoras, menos- sentados alrededor de una mesa discutiendo muy serios de algo que, sin duda, será interesantísimo, porque es la materia prima fundamental de casi todos los programas. El antiguo Apostrophe o su sucesor Bouillon de Culture del maître Bernard Pivot son ejemplos de ese excepcional buen gusto de la televisión francesa.

En España, por añadidura, cabe considerar motivo de preocupación suplementario el hecho de que para alzarse contra la zafiedad natural de nuestras distracciones televisivas se enarbolara Operación Triunfo, como si fuera un programa directamente concebido por don Marcelino Menéndez y Pelayo con figurines de Adolfo Domínguez. Nunca tantas alabanzas de intensa reivindicación racial, como un Matamoros del buen gusto, habían sido menos necesarias, entre otras cosas, porque el programa en cuestión ni se opone ni defiende el buen o mal gusto, sino que muy dignamente entretiene al que no tiene cosa evidentemente mejor que hacer, como ver una película o una retransmisión deportiva.

Cabe preguntarse, entonces, si es que hay algo congénito en los españoles que les hace de peor gusto histórico, antropológico, doctrinario que los naturales de esa adelantada región de Europa, recientemente creada por los medios de comunicación que se conoce con el nombre de los países de nuestro entorno -lo que convierte a España, para todos esos países, en la medida de todas las cosas-.

¿Qué maldición bíblica, ya, seguramente, operante desde Indíbil y Mandonio, ha caído sobre los españoles para que tengan peor gusto que los británicos que se emborrachan hasta el estupor en Benidorm, los franceses que creen que una baguette y una boina son el colmo de la distinción con un toque ruralista, o que los italianos, cuyo partido de Gobierno tiene nombre de alirón futbolístico?

La respuesta, a mi modo de ver, reside en las diferentes instrucciones de uso de la élite y sus portavoces en cada uno de los países citados. De manera muy significativa en Gran Bretaña y Francia -y en clave de mutación, quizá, también en Italia- hay unos cientos de miles de personas que mandan en una esfera de lo social que trasciende con mucho su círculo inmediato. Una especie de antiguos jueces de paz, señores del manor social en el que viven, que irradian sabias indicaciones de lo que es de buen gusto y de lo que no lo es. Y esa masonería no elegida más que por sí misma es la que determinó que fracasara en Francia la versión televisiva del Gran Hermano -Loft Story-; la responsable de la pronunciación posh, y la que, probablemente también, ha hecho cargar a los escoceses con el sambenito de que son unos roñosos para desviar la mirada del prójimo, en Gran Bretaña.

Y en España lo que, diferentemente, pasa es que no se hace caso a nadie; quizá, no es tanto que no haya élites, como decía en su tiempo el maestro Ortega, como que éstas no tienen hoy el mismo arrastre social que en los países citados, que en vez de élites lo que quiere el democrático pueblo español es divertirse un rato con los famosos de medio pelo y ninguna vergüenza en las llamadas revistas del corazón, porque esta nación cuando se pone a algo es que arrasa. Y está claro que España se ha puesto de unas décadas a esta parte a no reconocer amo, ni señor, a hedonizar su vida con lo que más plazca a sus sentidos, según, en cada caso, con los medios que la educación que Dios -no el Estado- ha puesto a su alcance.

Porque esto es un asunto de democracia, y a la democracia se le puede pedir cualquier cosa menos que, encima, tenga un gusto exquisito. Ya lo explicó T. S. Eliot en sus Notas... La cultura es un asunto tan personal como ir al baño, y masa y cultura -lo que hace que la gente tenga buen gusto- son incompatibles.

Franceses, ingleses, y sólo, posiblemente, italianos -aunque reconozcamos que la elección de Berlusconi a la jefatura de Gobierno los pone casi a la par con los españoles- carecen de libertad suficiente para encenagarse en las sentinas del mal gusto. Y están orgullosos de ello.

El mal gusto español, contrariamente, es una vibrante afirmación del carpe diem, una ultimísima versión del Non serviam. Este pueblo, antaño tan horrorizado ante el más mínimo riesgo de hacer el ridículo, es hoy el más libre que conozco sobre la faz de la tierra; tanto que asume la temeridad de su propio mal gusto. Yo no sé si eso es bueno o malo, pero sí que me parece apasionante. ¡Abajo las cadenas! -impuestas por los demás- porque ya tenemos las nuestras propias.

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