Acabóse
Durante los años más insensatos de la historia europea, entre 1920 y 1940, se generalizó el culto del héroe. El mundo quedó escindido en burgueses (codiciosos, egoístas, cobardes, farisaicos) y revolucionarios (puros, generosos, heroicos, auténticos). Lo más chocante es que los cultivadores del héroe revolucionario eran, en su mayoría, burgueses. Los fascistas italianos, los nacionalsocialistas alemanes, los falangistas españoles y demás movimientos de clase media, cantaban la muerte de los héroes como destino supremo del hombre superior. En aquella época aún no había mujeres superiores, pero muchas de ellas saltaban como cabras en la cama de D'Annunzio, el héroe de Mussolini, sin saber que su verdadero nombre era Gabriele Raspagnetta.
Del otro lado de la trinchera, la burguesía funcionarial soviética cantaba con lírica viril al héroe proletario. Y los últimos estertores, Mao, Pol Poth, el Che, aún lograron bombear la sangre de exangües niños burgueses, desconcertados por la trivialidad de la vida y felices al ver cómo (otros) se inmolaban por nobles causas.
La última camada de héroes, los suicidas islámicos, parecen un producto degenerado y atroz de una tradición tan europea como oriental, razón por la cual Ian Buruma dice que nada de 'guerra entre civilizaciones', sino, una vez más, el atávico horror a la vida urbana, laica y banal que lleva siglos produciendo mártires antiliberales. Para mucha gente, es imposible vivir sin Dios y sin dueño.
Los últimos héroes son tristes y odian al héroe ebrio y danzarín de Nietzsche, su mayor enemigo. Rezan, ayunan, son castos, aman a Dios, parecen salidos de un raro Frente de Juventudes dirigido por monseñor Rouco y Josu Ternera. Desprecian por igual a burgueses y proletarios, como los etarras, que tanto matan a un potentado como a su cocinero. Para ellos, lo único capaz de salvar al mundo es un clérigo analfabeto, machista, vesánico y paranoico, con una fe descomunal en la Vida Eterna y en la Patria.
Los suicidas terminales nos están liberando de las dudas que aún pudieran quedarnos (a nosotros, lectores de Malraux, de Jünger, de Peguy) para distinguir a un héroe de un imbécil.
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