Santa intolerancia
Antes de iniciar el proceso de beatificación de Isabel la Católica, sería prudente que el Tribunal de la Sacra Rota declarase la nulidad de su matrimonio con Fernando el Maquiavélico, anulado ya de facto en los prolegómenos de la piadosa causa que, ignorando el 'tanto monta, monta tanto', separa al emblemático matrimonio para allanar el camino de la esposa a los altares. Si el astuto monarca aragonés levantase la cabeza, sería tal vez el primero en oponerse a la santificación de su cónyuge, no por celos, ni por ejercer como abogado del diablo, papel para el que estaría sumamente cualificado por la ingente cantidad de testimonios de primera mano que podría aportar al proceso. Con su afinado olfato de estadista y estratega, Fernando de Aragón habría captado la inoportunidad de la coyuntura, la severa incorrección política de plantear en momentos tan delicados la subida a los altares de su fanática consorte, que desterró a los judíos, persiguió a los moriscos y refundó la Santa Inquisición ampliando sus poderes y sus medios. Integrista, fundamentalista y enemiga acérrima del multiculturalismo, Isabel recibió el título de Católica con mayúsculas de manos de Alejandro VI, el papa Borgia, tal vez el menos católico de los pontífices de Roma, y accedió al trono de Castilla en medio de una tumultuosa y criminal intriga dinástica en la que no faltaron los envenenamientos, de la opinión y de algunas personas físicas de la familia. Con la incorporación al santoral de Isabel de Castilla, la corte celestial, cada día más nutrida por la afición de Juan Pablo II a las canonizaciones en masa, se decantará aún más a la derecha de Dios Padre, donde ya tiene hueco Santiago Matamoros y Cierra España, patrono excelso de la patria.
La cruz y la espada, el yugo y las flechas, Isabel y Fernando, los nuevos inquisidores encuentran nuevas -que son viejísimas- coartadas para negar la excepción y repudiar lo extraño y lo extranjero. Los integristas de hoy denuncian el multiculturalismo y pretenden integrar y asimilar a su modelo cultural a los inmigrantes musulmanes, de la misma manera que aquella reina católica forzaba a convertirse al cristianismo a sus ancestros.
La religión que convoca a cristianos y musulmanes a amarse los unos a los otros sigue siendo la coartada maestra de las guerras modernas, la suprema encubridora y la madre de todas las batallas, propiciadora también de conflictos sociales y culturales incluso en países que se llaman laicos, pero que mantienen a rajatabla los privilegios de la que fuera hasta hace poco la religión del Estado, la fe dominante. Hace unos días, la ministra de Educación, Pilar del Castillo, se inhibía sobre el tema de introducir en los programas de enseñanza las clases de religión islámica y lo dejaba para un debate posterior. En las aulas de un Estado no confesional sobran, o deberían sobrar, las enseñanzas religiosas confesionales que, a menudo, no son clases, sino sermones y catequesis. El cristianismo, como el islamismo, o el budismo, son materias de fe, ajenas a la razón y al razonamiento en las que no cabe la pedagogía, sino el adoctrinamiento. Al César lo que es del César, que cada dios ya se lleva lo suyo y cada uno tiene sus iglesias, mezquitas, sinagogas o pagodas en las que sólo tiene cabida su mensaje. La integración de los inmigrantes no vendrá de la mano de los Evangelios, ni del Corán, sino a pesar de ellos, y no será cosa de iglesia, ni de mezquita, sino fruto, tardío y espinoso, de la convivencia cotidiana, de la vida pública, laica y cívica, del mutuo conocimiento y del habituamiento, del paso del tiempo y de la fusión y confusión de razas y de culturas.
El futuro, de haberlo, será multicultural como lo fue nuestro pasado hasta que llegaron Isabel la Católica y la Santa Inquisición para depurar y hacer limpieza étnica. Si la canonización de la reina desparejada prospera, tal vez habría que ir pensando en iniciar el proceso de beatificación de Felipe II, que también aportó su granito de arena a la causa. Y si el asunto va de buscar campeones de la cristiandad, sin reparar en escrúpulos como parece ser, cualquier día, Dios no lo quiera, reaparecerán con nuevos bríos los postulantes empeñados en llevar a los altares a quien ya llevaron en vida, bajo palio, al cristianísimo, excelentísimo y caudillísimo Francisco Franco.
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