Reyes de Copas
Djalminha asoma su cabeza de hurón por el túnel de Riazor, y trata de fijar la secuencia de algunas de sus jugadas inolvidables. Por ejemplo, aquélla en la que, muy cerca de la línea de fondo, al final del Callejón del 8, el balón le llegaba por la espalda. Con un giro descendente del talón izquierdo acertó a transmitirle un asombroso efecto de freno y retroceso; luego dio media vuelta para recibirlo en el retruque, alargó la figura para acomodar el perfil, midió la distancia al primer palo y finalmente, en una ojeada furtiva, interpretó la posición del portero, la intención de los defensas centrales y la velocidad del tipo que, muy sofocado, venía a cerrar el ángulo de tiro. Fiel a su estilo, Djalma contuvo sus nervios de lagarto, inclinó lateralmente el cuerpo, metió un zurdazo redondo y embocó el gol por la escuadra.
Muy cerca de él, algunos colegas repasan sus jugadas preferidas. Tristán revisa su repertorio de filigranas, Valerón invoca a las musas y las gaviotas, Víctor envenena sus botas para preparar los centros y Molina rememora sus mejores noches con el Atlético.
Frente a la pizarra, Irureta hace sus propios cálculos. Veamos: el Madrid juega en casa, y por tanto su margen de maniobra se reduce a huir hacia adelante. ¿Conviene tomar la iniciativa y sorprenderle en un par de ataques rápidos? ¿O sería más sensato apretar las líneas y esperarle atrás en previsión de un duro partido de desgaste?
En Madrid, Vicente del Bosque pasa lista en el campo y en la enfermería: hace con el doctor Del Corral un inventario de esguinces, hematomas y diarreas nerviosas; intercambia pareceres con Manuel Amieiro, el entrenador de porteros, mira alternativamente a César y Casillas, y se dice una vez más que Irureta tiene razón: está condenado a atacar.
Al fondo, Roberto Carlos hincha la musculatura como un gato al acecho, Makelele se esconde debajo de su gorrilla, Morientes se pregunta por dónde soplará el viento de la suerte, Figo mueve con delicadeza su tobillo de porcelana, César mira a Casillas, Casillas mira a César, y a un lado, sobre el pasamanos de la banda, cabizbajo según su costumbre, Zinedine Zidane hace sus genuflexiones de cartujo y sus pausados estiramientos de yogui.
Y allí está Raúl con su enigmático porte de asesino por encargo. Como siempre, procura economizar gestos: él prefiere vivir dentro de su disfraz de Don Cualquiera. Como Larry Bird, quiere que le confundamos con el hombre del traje gris; es decir, con un jugador blanco, bajito y lento. Basta observar su figura estevada para deducir que tiene algunas limitaciones. Sólo hay un problema: él no las conoce.
Si yo fuese Irureta, no esperaría a la hora del partido: le tendería una emboscada a la salida del hotel.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.