Tres calas
Sorprendentes y raros homúnculos, trenzados por vendas de alambres, recorren el espacio de la bilbaína galería Catálogo General (Santa María, 11). Su autor es el inglés, afincado en Barcelona, Steven Forster (1960). La exposición extraña porque posee un no sé qué atrabiliario. Sobre materiales de deshecho, el autor elabora cuadros de reducidas dimensiones, siempre con la imagen del pequeño hombrecito como protagonista. Se diría que esa imagen le sirve para retener el recuerdo de alguien ausente. Como arte, gana cuando ese hombrecito vendado por alambres vaga libre por el espacio, en tanto pierde fuerza cuando forma parte de una obra en dos dimensiones. Es más, en esa condición bidimensional la figura resulta extemporánea e incluso hasta chirría un poco.
Creador sensible y delicado, deja entrever ciertos ecos que parecen proceder de la mitología particular del artista catalán Zush, en especial en los deliciosos ocho minúsculos apuntes. La escultura hecha con alambres que semejan nubes, más otros alambres que caen verticalmente bajo el estigma lluvioso del detritus de clavos viejos, puede convertirse, en caso de llevarse a grandes dimensiones, en una escultura de inapreciable valor.
El alemán Rüdiger Schöll (1957) muestra sus cuadros reticulares en Bilbao, en la galería Bilkin (Heros, 22). Son obras de apariencia monótona. Nada como el infinito juego combinatorio para romper esa engañosa apariencia. Los cuadros están tejidos sobre bandas verticales y horizontales. Sobre los fondos primarios de los lienzos, el artista traza sus primeras bandas en las dos direcciones. Más tarde, otras bandas cubren a aquellas primeras, y luego vienen otras y otras. Cada nueva serie va transformando a las anteriores y, consecuentemente, a cada uno de los cuadros. Una vez se da por concluido, cada pieza evidencia el dominio de unas formas y colores determinados, pero se palpa cómo desde el interior otras formas y colores tiran hacia dentro del cuadro. Es como si lo invisible quisiera coexistir con el mundo de lo visible.
Aun cuando la visión general parece indicar que abundan en exclusiva los trazos rectilíneos, muchas de las bandas gestadas son de orden curvo. Redes que no son sino cruces de idas y venidas, cuyas líneas y colores podían haber surgido debido a momentos de tal o cual estado de ánimo o motivados por sentimientos de diverso cuño o simplemente por la relación azarosa entre formas y colores. Pese a que el motor artesanal siempre o casi siempre es el mismo, los resultados son muy distintos. Estamos ante la pintura en estado puro.
Antoni Tàpies (1923) expone unos cuantos, no todos, potentes aguafuertes en la también bilbaína galería Juan Manuel Lumbreras (Henao, 3). Ya todo está dicho sobre su arte. Sin embargo, resulta grato, además de justo y estimulante, recordar algunos fragmentos escritos por quien fuera el primer exégeta de su obra, tal Juan-Eduardo Cirlot (Barcelona, 1916-1973). A finales de los años cincuenta, Cirlot bosquejó de manera categórica el universo que estaba fraguándose en la obra de Tàpies. Basten dos ejemplos: Uno: 'La eliminación de lo figurativo equivale a una reducción de lo fenoménico, iniciándose con ello un proceso de sustantivación del efecto técnico hasta el punto de convertirlo en único mensajero de la manifestación'. Dos: 'Muchas composiciones de Tàpies son bipolares. El campo de tensiones se establece entre un área dinámica, situada asimétricamente en el espacio pictórico y un segundo polo de atracción que suele no estar presente en el cuadro, sino aludido por los ritmos y el proceso dinámico que posee la materia. Uno de los grandes valores de la etapa iniciada por Tàpies en 1953 es el desnudar progresivamente, y exaltar en lo patético, este juego de fuerzas que, en lo más obvio, surge como maraña de rastros destinada a poseer por entero la extensión pictórica'. En aquellos días, Cirlot sabía del arte de Tàpies, más que el propio Tàpies.
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