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Columna
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Iberia

A pesar de las repetidas huelgas de pilotos, los encelamientos de los controladores y las repetidas faltas de puntualidad e informaciones debidas, quienes tenemos más de cincuenta años crecimos en el embobado amor a Iberia. Y no sólo en el amor, sino en la reverencia a la compañía nacional de navegación aérea, el símbolo alado de un incontestable progreso en años miserables y cuya existencia era increíblemente real. Los aviones, en efecto, se elevaban y volaban internacionalmente, por sus escalerillas descendían famosos personajes de territorios míticos, actrices, cantantes, corredores, boxeadores, escritores excelsos, grandes equipos de fútbol. Iberia era un emblema hacia un porvenir de lujo, libertad e integración como nunca habríamos soñado. Ninguna otra marca lo representaba mejor.

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De los orígenes de todo ello han pasado 75 años, y la compañía procede a celebrarlo con varios anuncios en la mayoría de los medios, uno de ellos en la televisión y de tan mal tino que la supuesta aura de la compañía cae en picado. Las marcas son hoy mucho más que la calidad del servicio que procuran, la seriedad de los horarios que cumplen o el almuerzo que ofrecen. Una marca es un valor, una sensación y una idea. Pero el valor, la sensación y la idea los pone en ruinas este marketing que, forzando una repelente disonancia emocional, enfrenta el voluptuoso sex symbol de Marilyn Monroe a un risueño archipiélago de bebés. Efectivamente el mal gusto no es exclusivo de los medios sórdidos. Puede crearse una impresión todavía más desagradable en el espacio de un reluciente avión por estrenar. ¿Un aniversario de platino? Los ciudadanos nos preguntamos en ocasiones semejantes cómo los responsables pudieron dar su aprobación a una obra así. ¿Qué clase de tipos pueden ser estos de tan lamentable estilo? ¿Qué clase de confianza podemos concederles? ¿Desearíamos llegar a conocerlos? ¿Viajaríamos con ellos? Más bien, si a Iberia le faltaba algo para pasar del oropel a la vulgaridad, he aquí este trasunto publicitario donde no es fácil dirimir qué es peor: si el gastado tópico de la voz sensual de la vampiresa o el artero alquiler de bebés a madres embaucadas con el fin de difundir una maldita gracia en la televisión.

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