Montaigne y lo nuevo
Montaigne, en uno de sus primeros ensayos, expresa su falta de confianza en las armas de fuego, que destrozan pero no aciertan -a semejanza hoy de algunas armas de las llamadas inteligentes-, por lo que les augura poco futuro. Años más tarde, a resultas sin duda de alguna mejora técnica, se muestra admirado por la eficacia de los arcabuceros, a los que sólo les falta, en su opinión, poder abrir fuego desde un bastión móvil, a semejanza de los que los antiguos hacían acarrear a los elefantes, con lo que, sin saberlo, Montaigne estaba perfigurando el tanque. Tal capacidad de rectificar es una de esas cualidades añadidas que hacen tan cordial el discurso de Montaigne. Como también, su insistencia en demostrar que procura, en lo posible, que el paso de los años no le lleve a considerar con desconfianza los cambios que se producen a su alrededor por simple nostalgia de la propia juventud. De modo que, si critica las costumbres de sus contemporáneos, no es por motivos personales, ajenos a la realidad, sino porque así es como ve las cosas. Y como si intuyese el fastidio que en determinados lectores pudieran producir sus constantes citas de los antiguos, explica que encuentra en ellos el interlocutor que los tiempos presentes le niegan. Comparados con sus clásicos, los autores modernos que cita, es decir, la lista de escritores que en los siglos precedentes habían dado cuerpo a las diversas lenguas romances, resulta verdaderamente escasa y dispersa.
Temores similares, ya que no idénticos, me han asaltado a lo largo de estos últimos doce meses, en los que, de forma más o menos regular, he venido publicando un artículo cada dos semanas, a modo de réplica impremeditada -pero real- de las ficciones de mi Diario de 360º. Durante todo ese tiempo he recibido numerosas muestras de aprobación o de coincidencia de criterio de carácter verbal -muy valiosas para mí algunas de ellas-, pero nada o casi nada por escrito, sea en apoyo, sea para disentir. ¿Iba yo siendo comprendido de acuerdo con mis intenciones? La duda parece razonable sobre todo si se tiene en cuenta que, a veces, las palabras de felicitación revelaban que el artículo en cuestión había sido entendido del revés. Pondré un ejemplo: tras la publicación de Actualidad de Schopenhauer, más de un lector pareció deducir que yo me estaba proclamando seguidor de este filósofo. Cuando lo que allí se sostiene es casi exactamente lo contrario: es el pensamiento predominante en la sociedad -no yo- el que, cegado por la trivialidad de los propios hábitos y por el rechazo instintivo de toda trascendencia, hace suyos, sin saberlo y sin ganas ni tan siquiera de que se lo cuenten, los planteamientos de Schopenhauer. Y es que, así como la gente ve lo que quiere ver, así también lee lo que quiere o espera leer.
Algo parecido sucede con mis ideas, reiteradamente expuestas, acerca del declive de la novela. Calificadas en su día de apocalípticas o catastrofistas, son hoy generalmente aceptadas -especialmente por los editores, aunque les sabe mal que se diga- sin que, por otra parte, me hayan sido levantados semejantes calificativos. Pero ¿se ha comprendido realmente lo que yo decía? ¿La duración de ese declive, la complejidad del juego de acción y reacción que supone? ¿El papel que corresponde, por ejemplo, a la relación entre autor y lector en ese largo proceso? El novelista, tradicionalmente, se ha dirigido a su público natural, inmediato, y por extensión, al público lector de todo el mundo. Hoy, este público natural está dejando de existir porque, a diferencia de lo que sucedía en el siglo XIX y la mayor parte del XX, quienes debían haberlo formado, en lugar de leer, dedican su tiempo libre a otras ocupaciones. Los personajes de James, de Proust, de Musil eran al mismo tiempo sus lectores. O al revés, si se prefiere: los personajes salían de entre sus lectores y lectoras. Y eso es hoy apenas posible tanto en los niveles más altos como en los más bajos de la escala social. ¿Cuántos pijos y pijas, ejecutivos agresivos, bakalas, hinchas de fútbol o cibernautas colgados de la Red dedican un mínimo de su tiempo a la lectura? Este hecho explica el auge de la novela de género (histórica, negra, ciencia-ficción), en la que los personajes poco o nada tienen que ver con el lector. La sociedad ha dejado de interesarse por lo que puedan reflejar los espejos que se le ofrecen.
También puede parecer excesiva la insistencia con que he citado a determinados novelistas del siglo XX, Proust, Joyce, Faulkner, Musil; son, aparte de gustarme, los que han dado la pauta en lo que a la novela de este periodo se refiere, la primera mitad de la pasada centuria. No hay entre ellos ninguno de lengua española, es cierto, pero también lo es que si se habla de novela del siglo XX no es posible situar, por ejemplo, a Baroja junto a cualquiera de los mencionados. Supongo que establecer este tipo de comparaciones es lo que lleva a V. S. Naipaul a decir que la novela en lengua española no le interesa.
Tampoco creo haber mencionado a otros novelistas que, desde ese punto de inflexión que es el filo entre los siglos XIX y XX, sí son de interés y siguen gozando del aprecio general aún hoy día. Me refiero a Henry James, Conrad y Stevenson, autores que, si bien no se cuentan entre mis preferidos, han resultado ser especialmente productivos, como dicen hasta los científicos. Cabe incluso afirmar, si a estos tres nombres añadimos el de H. G. Wells -cosa que hago no sin resistencia-, que todas las novelas tipo best seller que se escriben hoy día tienen su antecedente en alguno de ellos. No es culpa suya, por supuesto, ser más fácilmente imitables que Proust o Joyce, como tampoco lo es la baja calidad literaria de sus actuales seguidores, un hecho en el que sin duda influyen por encima de todo los cambios en los gustos y en las costumbres de la sociedad, la banalización de las relaciones que cada uno establece con los demás, la distancia que media entre hablar de personas y hablar de cosas, de lo que se tiene o quisiera tener, productos todos ellos que ofrece el mercado. Un tipo de obra que a la larga lleva todas las de perder frente al relato audiovisual, dado que, siendo la novela poco más que el guión de uno de esos relatos, lo normal es que el despliegue de recursos que permite una película termine por ser siempre más convincente. Algo que no sucede con las novelas cuya expresividad es fundamentalmente de carácter verbal.
Lamentaría asimismo que mis frecuentes alusiones a las consecuencias de la irrupción del ordenador en el ámbito de la cultura hubiese llevado a más de un lector a tenerme por un iconoclasta, iconoclasta de los iconos informáticos en este caso. No se trata de eso: la invención del ordenador ha sido, posiblemente, el factor más decisivo en el cambio de Era que estamos viviendo. Lo que yo he pretendido es, simplemente, llamar la atención sobre el uso que se da a ese ordenador en la realidad y sobre las carencias que crea en virtud de los conocimientos y facultades que suple. Pues una cosa es el uso de la informática en el diseño y ejecución de las grandes decisiones político-económicas o como auxiliar imprescindible en el terreno científico y tecnológico, lo que podríamos llamar el macro-uso, y otra muy distinta su micro-uso, el uso como forma de ocio que la sociedad hace del ordenador en su vida cotidiana, de la que ya es un ingrediente. Los teóricos de la Red olvidan con frecuencia esta realidad, el tráfico local, pendientes únicamente de las grandes autopistas, cuando nada me sorprendería que ese micro-uso sobrepasara las nueve décimas partes del total de la actividad informática. Su impacto social es, en consecuencia, enorme tanto en relación a determinados hábitos culturales, como el de la lectura, a cuya costa se expande, cuanto al propio uso del idioma, en la medida en que lo convierte en una especie de código de léxico reducido y estructura gramatical simplificada. Si por hablar un idioma se entiende hablarlo bien, cada vez han de ser menos, contrariamente a lo que se proclama, los hablantes de inglés, de español o de cualquier otro idioma presente en la Red.
Los cambios, en el terreno de la cultura, se deben a que son los gustos y los hábitos de la sociedad los que cambian. Que el empleado que se sirve de un ordenador sea en realidad el sirviente de ese ordenador o que el ejecutivo agresivo termine por ser presa de su empresa, convertida en la razón de su vida, son fenómenos que siempre han tenido equivalencia. Lo nuevo, en el ámbito cultural, obedece a mecanismos más sutiles. Explica acertadamente Edgar Morin que la belleza y la cultura hacen al sujeto más sensible, más intolerante hacia la vulgaridad. Sucede como con las dietas sanas y equilibradas, que vuelven al sujeto, a la vez que más fuerte, más vulnerable a las agresiones de la comida basura. Por lo mismo, pero en sentido inverso, así como la comida basura intoxica pero inmuniza, así también la ignorancia y la vulgaridad hacen a las personas insensibles tanto a la belleza como a los aspectos más verdaderamente intensos que puede ofrecer la vida. Jünger, su pensamiento cristalino, parecía presentirlo: o París o Chicago. Como si intuyera el negocio de la malcrianza, el mercado que se abre a partir del momento en que los adultos no saben negar a los chicos aquello de lo que ellos se privan o escatiman para sí, principalmente artículos de moda y complementos. Una malcrianza, por otra parte, que no es la consecuencia de ese negocio, sino al revés, que está en su origen, que se remite al momento en que los escolares empiezan a pensar que la disciplina es algo que corre a cargo de los porteros de discoteca.
Luis Goytisolo es escritor.
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