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Crítica:EL ARTE DEL AFORISMO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La brevedad como bandera

Cuando en 1996 la editorial mallorquina Bitzoc recopiló, bajo el luliano título de Ars Quimérica, la obra casi completa (para entonces) de ese escritor nuclear y marginal, retirado y central, a veces vanguardista y otras tradicionalísimo que es Cristóbal Serra, el 'monje' mallorquín casi clandestino, pero seguido por un cortejo de lectores fieles, quien no le hubiera leído de verdad habría podido pensar que se cerraba un ciclo abriendo las puertas al silencio de una vez, tras una obra no muy larga -aunque ya significativa- que el escritor, como si ya estuviera cansado, la anunciaba al borde mismo de su clausura. Seis años después y un puñado de libros más, vemos que no ha sido así, felizmente, y que no tan sólo sigue vivito y coleando, sino que sigue escribiend, al borde del silencio, en el bocal de ese pozo inagotable que es su literatura, asomándose a ella y asumiendo esos misteriosos riesgos a los que sigue sin renunciar.

Cristóbal Serra cumple este mismo año los ochenta de su existencia, ha sido profesor de idiomas, traductor, antólogo y escritor todavía en ejercicio por lo que vemos, que en los últimos dos años nos ha proporcionado alguno de sus libros más hermosos, como sus Visiones de Catalina de Dülmen (Prames, 2000) -variación personal de las de la última mística alemana Anna Katharina Eimmerich, que en su día recogiera el poeta romántico Clemens Brentano-, las Nótulas (Árdora, 1999) -donde persiste en su género preferido, el aforismo, en el que brilla con luz propia- y su primer gran libro autobiográfico Las líneas de mi vida (Bitzoc, 2000). Y aún hay más, pues acompañando a este magnífico florilegio de aforismos ajenos, Efigies, que es una novedad dentro de su bibliografía, la editorial mallorquina J. J. Olañeta reedita ahora otros dos títulos del mayor interés, el Diario de signos, cuya primera edición data de 1980, y esa especie de desarticulada novela que es Augurio Hipocampo, de 1994.

Estas Efigies -título de raíces ramonianas- no son propiamente un libro de Cristóbal Serra, sino una recopilación de aforismos de autores ajenos, desde Lao-tsê a Carlos Edmundo de Ory, pasando por Heráclito, Ramón Llull, Blake, Swift, Chesterton, Nietzsche, Bergamín, Juan Ramón, Pascal, Novalis, Joubert, Chamfort, Péguy, un inesperado Claudel y un para mí desconocido Stanislaw Jerzy Leck, hasta un total de 26, y que no configuran tan sólo un florilegio excepcional, sino una inesperada sucesión de penetrantes ráfagas de ametralladora que sorprenden y hacen pensar sin parar. Y si además Serra nos introduce a cada autor con una originalísima serie de presentaciones, porque aquí el aforismo se dispara en todas las direcciones, a través de la seriedad y el humor, del disparate más acertado, y las iluminaciones. Defiende a ultranza la doctrina más 'negativa' de todas -el Tao-, protesta porque se le llame 'llorón' a Heráclito, proclama la tristeza de Marco Aurelio, y reivindica siempre la poesía por encima de todo lo demás y así jugamos felizmente en un campo ajeno que se nos ofrece como si fuera propio, pues Serra es un jugador siempre extraterritorial de sí mismo y que lo siga siendo siempre.

El aforismo pertenece a nuestro autor como una segunda piel -o como un conjunto de pieles de las que se va desprendiendo una tras otra, como las sucesivas capas de una cebolla-, pues siempre se proclamó como un 'micrólogo' que 'hace de la brevedad bandera'. Ahora se atreve a proponer una nueva definición, inspirada en José Bergamín, quizá uno de los más acerados aforistas de siempre: 'El aforismo es la poesía, cuando de líquida pasó a sólida', porque la poesía, que en verso es líquida, se 'solidifica' en el aforismo. ¿Y el humor? El humor viene aquí del pensamiento, que a su través se hace crítico por encima de todo, que buena falta nos hace. Por eso no aprecia demasiado a los 'lacedemonios', aunque más a los moralistas franceses como espectadores que al exigente Nietzsche, que al ser más filósofo induce a errores tan grandes como sus aciertos. Tampoco gusta de Gracián, por excesivamente sentencioso, ni demasiado de Rilke, quien a sus ojos peca por exceso de sentido. Serra no abdica nunca de la transparencia, de su desolada sencillez, de la risa y de la ternura a la vez, a cuyo través nos otorga una poesía inaudita. Y todo al borde del abismo, como inerme, al borde del silencio del que asimismo escapa con sutileza, moderación e inesperados fulgores. De ahí arranca también ese su heterodoxo cristianismo del que se alimenta sin parar y que resulta ser tanto más potente cuanto más abandonado parece dejarle.

A veces se aferra a cierto surrealismo como en los 'pensamientos descabellados' o 'despeinados', del poco conocido Leck, quien se preguntaba si 'son inteligentes las mujeres desnudas', el colmo, y así peregrinaba entre Polonia, el antifascismo, el antisovietismo e Israel, en sempiternos viajes de ida y vuelta. Las iluminaciones se van sucediendo, como si su destino fuera el de brillar en todos nuestros rincones, hurgar en todos nuestros intersticios, qué gozada para no poder dejar de pensar y de arder sin parar, que ustedes lo pasen bien si así lo van decidiendo tan alegremente, no tenemos demasiadas ocasiones de hacerlo con tanta limpieza como leyendo a este -según Octavio Paz- incomparable 'ermitaño mallorquín'.

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