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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Matemáticas, genio y locura

Hay historias que merecen ser contadas y personajes que deberían ser ampliamente conocidos. La historia de la vida del matemático estadounidense John Forbes Nash (1928) es una de ellas, y Sylvia Nasar, periodista especializada en economía, la verdadera responsable de que haya llegado al gran público, gracias a su libro, Una mente prodigiosa, que posteriormente dio origen a una hoy celebrada y candidata a varios Oscar película protagonizada por Russell Crowe.

Aunque los motivos últimos del por qué este súbito interés y fama social no son difíciles de identificar, merece la pena detenerse en ellos. Estamos hablando de un matemático, esto es de una persona que se ha dedicado a una disciplina que a pesar de su importancia, de que es casi consustancial con nuestra especie, no posee demasiada buena fama entre el público. La pregunta de cómo un matemático, precisamente un matemático, se ha hecho tan famoso, surge entonces de manera natural. Un matemático que realizó muy pronto importantes contribuciones a su ciencia: la primera en su tesis doctoral (1950), en la que estudió los juegos no cooperativos (aquellos en los que se producen ganancias o perdidas), mostrando que bajo ciertas condiciones existen estrategias o situaciones estables para los jugadores, dando origen a lo que se terminaría conociéndose como 'equilibrio de Nash'.

UNA MENTE PRODIGIOSA

Sylvia Nasar Traducción de Ricard Martínez i Muntada Mondadori. Barcelona, 2001 599 páginas. 21,03 euros

No inventó, es cierto, la teo

ría de juegos, honor que hay que adjudicar al matemático John von Neumann y al economista Oskar Morgenstein, y al libro que ambos escribieron, The Theory of Games and Economic Behavior (1944), pero al abandonar el limitado, aunque más sencillo de explicar teóricamente, universo de los juegos cooperativos Nash proporcionó a dicha teoría un grado de realidad que la hizo relevante y aplicable a todo tipo de mundos: a la economía, por supuesto, pero también a, por ejemplo, la biología evolutiva, sociología o teoría política, a, en general, cualquier situación en la que seres, humanos o no, entran en conflicto y compiten. Si en 1995 el Gobierno estadounidense logró recaudar más de 10.000 millones de dólares subastando espacios radioeléctricos, frente a los meros 37 que se lograron en Nueva Zelanda, fue porque los expertos que diseñaron la subasta emplearon técnicas de teoría de juegos, deudoras de ideas creadas casi medio siglo antes por Nash.

Al contrario que tantos científicos, cuyas carreras posteriores vienen marcadas por sus primeros intereses, Nash pronto abandonó la teoría de juegos. Su genialidad -porque enseguida se fue haciendo evidente a sus colegas que era un genio; un genio intratable, insolente, egoísta, tacaño, vanidoso, infantilmente pretencioso- fue de un tipo peculiar: sus contribuciones no surgían de programas de investigación más o menos coherentes, que obedecieran a un programa propio, a una idea, por ejemplo, de lo que era más importante dentro de la matemática, sino que florecía, impetuoso ante estímulos no infrecuentemente mezquinos, como el deseo de mostrar que él era capaz de resolver aquello en lo que otros fracasaban, un hecho éste instructivo para quienes buscan comprender las a la postre múltiples vertientes de la creación científica. Para él la matemática no era una gran estructura sino una colección de problemas desafiantes. 'Lo hice por una apuesta', comenzó una conferencia que pronunció en 1955 en la Universidad de Chicago, en la que presentó uno de sus resultados más importantes: el de si es posible 'sumergir' variedades riemannianas en espacios euclideanos, un problema, formulado explícitamente por primera vez por Ludwig Schläfli en la década de 1870, que había desafiado a matemáticos del calibre de Riemann, Hilbert, Weyl y Cartan.

Genialidad, insolencia, egoís

mo u oportunismo científico son buenos ingredientes para destacar popularmente en un mundo como el presente que no siempre da preferencia a valores más solidarios y coherentes, pero no es por esto por lo que John Forbes Nash ha llegado a ser famoso, ni siquiera porque en 1994 recibiese, compartido con Richard Selten y John Harsanyi, el premio Nobel de Economía en reconocimiento a sus por entonces ya viejas aportaciones a la teoría de juegos. El motivo que explica esa fama tardía es que durante una buena parte de su vida fue un enfermo mental, incapacitado para la investigación: a la edad de 30 años, habiendo ya dado indicios de que algo funcionaba mal en su mente, se le diagnosticó esquizofrenia paranoica. En este hecho se encuentra la clave de que su historia se haya convertido en libro y película; en que pasase la mayor de su vida productiva bien internado -sometido a veces a tratamientos tan duros como el que se le aplicó en el Hospital Estatal de Trenton en 1961: provocarle comas insulínicos, en la esperanza que si se privaba a su cerebro de azúcar las neuronas que trabajan defectuosamente morirían-, bien vagando, mudo, absorto y aparentemente ajeno a lo que le rodeaba, por las calles y centros matemáticos de, sobre todo, Princeton, alternando períodos de remisión con otros en los que le corroía la demencia, oyendo voces internas, considerándose líder de grandes movimientos mundiales por la paz o alertando ante conspiraciones de líderes militares para dominar el mundo.

El hecho es que John Nash fue saliendo poco a poco de su locura y recuperando -un hecho muy raro entre esquizofrénicos- el juicio, situación en la que recibió la noticia de la concesión del premio Nobel (¿le habría concedido la Academia Sueca ese galardón de no haber recuperado la salud mental?: muy probablemente, no).

La historia de Nash es intere

sante no sólo por hechos como los anteriores, sino también por otras cuestiones que suscita, viejas cuestiones que no pierden su actualidad: como la de si existen relaciones entre la locura y el genio, entre, cuando menos, el genio explosivo, abstracto, fugaz, radical y cambiante que exhibió John Nash y su excitable cerebro, un cerebro con características no comunes entre la mayor parte de los humanos, características que denominamos 'esquizofrenia'. El libro de Nasar no responde, por supuesto, a semejante pregunta, pero nadie puede, no al menos por el momento, hacerlo. Lo que Sylvia Nasar hace es contarnos la historia de Nash a la manera de la periodista que es, adoptando el procedimiento de dejar que el dramatismo de la vida de su biografiado se vaya imponiendo en el lector poco a poco, leyendo por ejemplo los recuerdos que se citan de personas que se relacionaron con él. La grandeza y el dramatismo del personaje y de su historia van surgiendo así de manera lenta, continua, como la gota de agua que termina perforando la piedra. Habrían sido posibles, evidentemente, otros procedimientos, ayudados por una escritura y poder narrativo diferente, pero este cumple bien con sus fines. Más criticables son las limitaciones de la autora en lo que relativo a la matemática; es cierto que se ha esforzado en este dominio y que su reconstrucción no parece contener errores, pero cuando se observa el dominio y claridad con que expone la relevancia e implicaciones de la teoría de juegos para la economía, el campo en el que Nasar está especializada, se advierten y lamentan más lo que sobre matemáticas pudo haber dicho pero no ha podido decir y enseñar a sus lectores. Pero ya se sabe que la perfección es un ideal raramente alcanzado, y además este libro tiene muchos aspectos que celebrar.

El matemático estadounidense John Nash posa en el campus de la Universidad de Princeton, en 1994.
El matemático estadounidense John Nash posa en el campus de la Universidad de Princeton, en 1994.AP

John Nash, el Saturno devorador de su familia

SYLVIA NASAR ha recuperado en su libro el mundo personal y dolorosamente común entre los esquizofrénicos (en numerosos aspectos, el caso de Nash es 'de manual': voces internas, persecuciones, señales que se perciben), insertándolo en la historia de las relaciones personales de Nash con colegas e instituciones, con hombres a los que se sintió atraído, con Eleanor, la enfermera con quien tuvo un hijo y a la que nunca ayudó ni intentó comprender (él fue su único y exclusivo centro de atención); con su madre y hermana y, en especial, con la salvadoreña Alicia Larde, dotada estudiante en el Massachusetts Institute of Technology, con la que se casó, tuvo un hijo e hizo su vida miserable. En una medida significativa, la historia de Nash es la historia de Alicia. Fue ella la que tomó decisiones que muchos criticaron: la de internarle -a la fuerza- en centros psiquiátricos; la decisión de internar a un genio en lugares en los que le podrían aplicar tratamientos que destruirían su mayor, su -para muchos- único tesoro, la capacidad creativa. Ella que durante mucho tiempo le siguió en sus locas peregrinaciones por el mundo, dejando tras de sí al hijo de ambos, fue también la que después de no poder más y divorciarse de él, le acogió en 1970 en su pequeña y destartalada casa de Princeton Junction, frente a la estación de ferrocarril, cuando ya no era un peligro ni para él mismo ni para nadie, cuando se aproximaba más a un vegetal que a un ser humano. Soportó no sólo la incapacidad de Nash sino, peor aún, el que el hijo de ambos, John Charles, extraordinariamente dotado para las matemáticas, también sucumbiese a la esquizofrenia, confrontándola de nuevo con una vieja historia, esta vez sin escapatoria posible.

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