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Miserias de los privilegios

Como toda creación artificial, las grandes ciudades tienen lo mejor y lo peor: oportunidades y exclusiones, sociabilidad y soledad, solidaridad y violencia. Cada ciudad ha evolucionado según sus propias lógicas culturales, espaciales y económicas; sin embargo, todas ofrecen espacios libres y relajantes que compensan el mismo estrés y competitividad que ocasionan. Las densas ciudades orientales, como Tokio, junto a los rascacielos y al ruido ensordecedor del tráfico y los anuncios, tienen tranquilos jardines donde descansar, templos en los que entrar a reflexionar o viejas callejuelas desde donde se puede perder de vista la gran ciudad. Ciudades suramericanas como São Paulo, Buenos Aires o Montevideo han compensado la falta de soporte administrativo creando los clubes de sindicatos, empresas, administraciones, universidades o equipos deportivos; grandes conjuntos donde jugando, practicando deporte o comiendo se ha ido elaborando la sociabilidad.

Y toda ciudad tiene sus privilegiados y sus excluidos. Las mejores, las más sociables y saludables, son las que tienen menos separación entre unos y otros. En Barcelona se reflejan las características del Estado español, uno de los países del mundo con menor diferencia entre ricos y pobres. Por su carácter mediterráneo es una ciudad compacta y abierta; por su morfología, con la estructura del Ensanche de Cerdà y con sus playas, aceras, ramblas y árboles, es una ciudad de estructura igualitaria, sin barrios cerrados y vigilados para ricos y sin áreas muy degradadas para los desheredados.

Sin embargo, también tiene sus privilegiados y sus excluidos. Uno de los rostros de los privilegiados se muestra en los que van en auto propio por dentro de la ciudad; casi no llegan al 25%, generalmente de perfil hombre, adulto, con trabajo y con prisa, pero ocupan el 65% del espacio público, cuando el resto, el 75%, va a pie, en bici o en transporte público, y dispone sólo del 35% del espacio urbano. Este escaso 25% que va en transporte privado contribuye a la contaminación y gasta el 91% de energía, mientras que el transporte público consume el 9%. Todo el funcionamiento de la ciudad está para favorecer a los coches; tienen preferencia. Si interviene la Guardia Urbana es para despejar las vías públicas, casi nunca para liberar las aceras o los pasos de peatones ocupados por los vehículos. Una ciudad sana y humana ha de ser capaz de ir retirando estos privilegios, objetivo difícil porque este ciudadano de primera es el que tiene más poder para crear opinión e influir en el voto; y los políticos le temen.

Y como la mayoría de las ciudades, tiene sus excluidos: los ancianos, demasiado lentos para una ciudad de veloces y con barreras arquitectónicas; los niños, que no pueden ir solos y tranquilos a la escuela; los enfermos mentales que a finales de enero pasado reivindicaron sus derechos en las Primeras Jornadas sobre Derechos Humanos y Salud Mental; y, especialmente, los inmigrantes, que la doble moral vigente sabe que van llegando a la ciudad pero que permite que estén meses y años sin papeles, duerman en la calle, tengan grandes dificultades para alquilar una casa y vivan hacinados. En este contexto, la policía y la Guardia Urbana velan por los intereses de automovilistas y ricos y se desentienden de la ciudad de los que tienen menos recursos, para los que queda la suciedad y la inseguridad.

De todas maneras, la seguridad de los privilegiados no deja de ser una ficción. El que va en su todoterreno como si fuera un tanque y atraviesa la ciudad como si las calles fueran trincheras, lugares agresivos y detestables, se cree que va en el lugar más seguro del mundo, que ya ha encontrado su protección esencial y olvida el mismo peligro intrínseco de los automóviles. De hecho, los valores ideológicos de nuestra sociedad conllevan el engaño. El que vive en su casa adosada, en las periferias, dependiendo siempre del coche, sedentario frente a la pantalla del televisor y del ordenador, se cree el dueño del mundo, pero, en el fondo, es más dependiente y está mucho más sometido al poder del discursoúnico del consumo que el que vive en el ámbito público y social de la ciudad. No hay sociedad de la velocidad sin el accidente; no hay sociedad que se pretenda segura y sea represiva sin el terror, el atentado y el colapso. Tal como explicó Paul Virilio en su Estética de la desaparición, son indisociables los logros de la tecnología con los accidentes que conlleva. Y sin estas crisis no se podría avanzar. No hay vuelo sin catástrofe, no hay velocidad sin peligro, no hay viaje sin naufragio, no hay rascacielos sin la posibilidad de su destrucción. A más seguratas, más asesinatos; cuanto más se arma una sociedad para protegerse, más peligrosa y violenta se convierte. Cuanto más se encierra uno en sus seguridades y en los márgenes de las ciudades, más frágil es su identidad.

Nuestra sociedad se basa en garantizar todas las seguridades, en la casa y en el trabajo: pólizas, denuncias e indemnizaciones. Pero la paradoja es que esta sociedad neurótica de la seguridad se mueve, precisamente, utilizando millones de automóviles, el objeto más inseguro, aquello que selectivamente va matando o mutilando. La tecnología, hija de la ciencia y de la producción, nos puede aportar más libertad, movilidad y conexión, pero también puede transformarnos en personas cada vez más aisladas, deslocalizadas, insociables e insensibles. Hemos de mantener una distancia crítica para que nuestro corazón no se convierta también en una máquina.

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Las sociedades sanas son aquellas que no se engañan ni se anestesian, las que son conscientes de quiénes son sus privilegiados y sus excluidos; aquellas que desenmascaran los engaños y miserias de sus privilegiados y que consiguen que vayan perdiendo sus prebendas. Y aquellas capaces de denunciar los abusos hacia los excluidos.

Josep Maria Montaner, arquitecto y catedrático de la Escuela de Arquitectura de Barcelona.

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