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El régimen

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¿Cómo es posible que, si para los ciudadanos la principal preocupación es el paro, el debate político exclusivo y omnipresente que consigue imponer el Gobierno sea la diatriba con el nacionalismo vasco y el terrorismo?

¿Por qué éste -aun siendo esencial- es el único asunto de relevancia política y mediática relacionado con la seguridad cuando hay otros de evidente trascendencia social? Por ejemplo, los asesinatos y malos tratos a mujeres y niños, que afectan a lo largo de años a la vida cotidiana de centenares de miles de personas (otra forma de terrorismo); el fuerte aumento de la inseguridad ciudadana en los centros urbanos ante la apuesta del Gobierno por la seguridad privada; la imparable siniestralidad laboral o la mortalidad en las carreteras.

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¿Cómo es sostenible que los asalariados paguen a la Hacienda pública el doble que los rentistas de capital sin causar un escándalo público? ¿Cómo puede tranquilamente admitirse que hayan aumentado, a la vez, los impuestos indirectos, la desigualdad, la lejanía de Europa en protección social o en investigación, que ocupemos el último lugar de gasto en educación secundaria de la UE y el Gobierno se muestre impávido en su déficit cero? ¿Por qué no se discute sobre ello?

¿Acaso es entendible que la moral ciudadana pueda asimilar sin repugnancia que miles de personas de otras nacionalidades, trabajadores, sean explotados y vivan en condiciones infrahumanas sólo por no tener unos papeles que el Gobierno ha decidido no darles?

¿Por qué en España se puede impunemente convertir al fiscal general del Estado en alguien al que sólo le preocupa frenar cualquier querella contra miembros del Gobierno?

¿No es asombroso que todas estas cosas, no solamente no parezcan inmutar al Gobierno, sino que no constituyan parte central de las informaciones destacadas sobre las que debe configurarse una opinión pública libre? Entre nosotros sólo se impulsa oficialmente el debate sobre España, Euskadi o el terrorismo de ETA -al que ahora se ha añadido el de Al Qaeda a instancias de Bush-. Ésa es nuestra estrecha e invariable agenda política. En ella no hay cabida para la inseguridad, el paro, la precariedad laboral, la exclusión social o el mal funcionamiento de los servicios públicos.

En un país europeo con una forma de gobierno parlamentaria normal lo anterior no podría suceder. En España, sí. Porque hay una mayoría absoluta de la derecha -por vez primera en la historia democrática- que el Gobierno ha leído de modo totalizador y que está empeñado en convertir en un régimen, es decir, en un dominio sobre cualquier poder significativo, sea político, económico, social o ideológico; en una restricción grave del pluralismo y de la alternativa política.

Un régimen es, en efecto, un modo de gobernar que rompe con la tradición parlamentaria europea, la cual se pensó para que la oposición fuese siempre una alternativa factible, y para que los centros de poder político y social estuvieran repartidos, equilibrados y se controlasen entre sí. El liberalismo democrático tiene aversión a la monopolización de poder. El actual Gobierno -que presume de liberal- está en las antípodas de ello. Quiere la unidad y concentración de poder. Es una cultura que poco tiene que ver con el centrismo o la democracia cristiana.

El diseño expansivo y excluyente del PP no sólo afecta a la oposición, sino a la propia calidad democrática, es decir, a los derechos de los ciudadanos. Si hacemos un recorrido por los núcleos de poder de este país siempre nos encontraremos con lo mismo. El poder ejecutivo es, legítimamente, del PP, así como posee la mayoría del legislativo; sin embargo, ya en éste aparece un abuso injustificado: el simulacro de debate presupuestario, el ninguneo constante a la oposición, el funcionamiento burocrático, pesado y desactualizado del Parlamento, convierten a éste en una institución poco relevante para la opinión pública; y eso es grave siendo el único espacio en el que las alternativas políticas pueden expresarse y la oposición controlar al Ejecutivo.

Sin embargo, el PP no se conforma con estos dos poderes surgidos de las urnas. El gobierno del Poder Judicial -y nos tememos que dentro de poco del Tribunal Constitucional- ha caído en las manos de la derecha, que ha decidido negarse a un mínimo consenso (acaparamiento de los nombramientos del Tribunal Supremo, suspensión de jueces no gratos al Gobierno aprovechando un error de aquéllos), poniendo así en cuestión la propia independencia e inamovilidad judicial, que es la base sobre la que se puede construir el Estado de derecho.

La derecha política tiende a establecer lazos especiales con el poder económico. En este caso, el PP ha sofisticado la estrategia, al colocar a personas de su directa confianza al frente de todas las empresas privatizadas, que son a la vez las más importantes de nuestro tejido productivo y las que desarrollan los grandes servicios públicos (gas, electricidad, petróleo, telecomunicaciones). De modo que ha creado un sector privado gubernamental que le sirve cuando es necesario (así, cuando hay que comprar empresas privadas de televisión y radio para que canalicen también ahí los mensajes del Ejecutivo y silencien a la oposición progresista). Tienen dichas empresas la enorme ventaja de no ser controladas por el Parlamento, ya que son formalmente privadas, aunque materialmente gubernamentales.

Además del político y el económico, la Santísima Trinidad de los poderes se completa con el ideológico, que es vital en la sociedad de la información y del conocimiento. En esto sí que la derecha ha demostrado haberse modernizado. La política mediática, educativa y cultural del PP tiene un mismo designio: el gobierno de las ideas y de los 'valores', clave para ganar las elecciones. Pensamos que la política educativa, aprobada y por aprobar, tiene un mismo objetivo: lograr la hegemonía ideológica y ahormar a su visión de España al conjunto de los ciudadanos. Los regalos del PP a la Iglesia católica, impidiendo que sus asociaciones tengan los mismos deberes de transparencia que las civiles, o permitiendo discriminaciones laborales en su interior, se mueven en la misma dirección.

Pero la expresión quizá más acabada de un régimen está en su dominio de los medios de comunicación. En esto la derecha ha sido y es implacable. RTVE y los demás medios de obediencia gubernamental (televisión privada generalista, salvo excepciones, radio, prensa) son un verdadero ejército, dedicado a destilar el discurso clónico que interesa al Gobierno, a silenciar lo que no interesa, y a castigar a la oposición con el ostracismo, sin ninguna clase de escrúpulos.

La inmisericorde actitud de RTVE ha terminado por violar en toda su extensión el esencial derecho a ser informado (artículo 20 de la Constitución) y el pluralismo político y social (artículo 9). Veamos tres ejemplos: en noviembre de 2001, la cuota de pantalla de Aznar y de Zapatero fue de 20 a 1. En el mismo mes, la ministra de Educación salió en TVE para hablar de la ley universitaria una hora; el partido socialista, 30 segundos, y los demás partidos, nada. En el 2001, RNE entrevistó cuatro veces más a dirigentes del PP que del PSOE. Sobra cualquier comentario. Lo que queda claro es que a los ciudadanos españoles, que, en un 70%, sólo se informan por televisión, no les llega más que lo que dice un Gobierno al que votó cuatro de cada 10 electores. Los millones de electores de otros partidos no cuentan.

El círculo de hierro sobre la comunicación se va a cerrar con la próxima ley sobre Internet, con la que el Gobierno se propone censurar, secuestrar y controlar los contenidos de la Red -algo que, según la Constitución, sólo lo puede hacer un juez-.

Un régimen se caracteriza, en fin, porque los mecanismos de control del poder están obstruidos o seriamente dañados. En esto tenemos a un Gobierno realmente maestro. Actúa, como longa manus, a través del director general de RTVE, del fiscal general del Estado, de la mayoría del Consejo General del Poder Judicial, o de los presidentes de las empresas privatizadas (en el futuro lo quiere hacer también a través de los rectores de Universidad), y sin embargo ese Gobierno se niega a responder en el Parlamento de las decisiones de tales órganos, a pesar de que su nombramiento y autoridad dependen de su voluntad. Prefiere que hagan de pantalla de la política diseñada desde el agazapado Ejecutivo. Se trata de una premeditada corrupción de la democracia parlamentaria, cuya esencia es la responsabilidad y el control.

Cuando el poder ejecutivo, legislativo, judicial, económico, mediático, educativo, religioso, está en las mismas manos, o casi, eso es un régimen, o está en vías de serlo. Es verdad que, a pesar de todo, en el sistema democrático -cuya Constitución la derecha no votó, negándose aún ahora a condenar la dictadura franquista- hay espacios de acción política y poderes que son independientes: algunas comunidades autónomas y ayuntamientos, los demás partidos políticos, los sindicatos, sectores del empresariado y grupos mediáticos o instituciones de la Unión Europea. Pero Aznar ha desencadenado una estrategia de retorno al centralismo: la OPA hostil a su aliada a la fuerza CiU, la campaña contra el PNV, el proyecto de ley de cooperación autonómica, la cerrazón a reformar el Senado o a que las comunidades tengan presencia en Europa, algo tienen que ver con un estilo cada vez más uniformizador.

En mitad de esta legislatura de la mayoría absoluta, el régimen de la derecha pretende consolidarse en España. Se trata de una amenaza real al pluralismo político y social. Y hay que alzar la voz contra ello. No basta lamentarse. Es una cuestión de salud y de moral cívica el evitarlo por las vías que la democracia y la Constitución ponen a nuestra disposición.

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