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Columna
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El mundo en un pañuelo

No es fácil resumir el caso de Fátima, la niña del hiyab. No lo es, por cuanto no integra realmente un caso, o sólo lo integra en la medida en que nos entreguemos a especulaciones gratuitas y perfectamente innecesarias. Parece que el hiyab o pañuelo, al revés que el velo o el chador, carece de connotaciones religiosas. Se lleva por inercia, costumbre o deseos de subrayar una identidad grupal. Esto es, por mil posibles razones, confusas y difusas. No es descartable que esas razones estén emparentadas, filogenéticamente, con un concepto de la mujer que a nosotros no nos gusta. Tal ha dicho, o sugerido, la ministra. Pero esto no debe impresionarnos demasiado. Pensemos en nosotros mismos, tan dignos de interesar a un antropólogo cultural como la niña del hiyab. Hasta hace cuarenta años, las mujeres españolas, en porcentaje importante, salían a la calle con su pañolico puesto. Todavía lo siguen haciendo en algunos pueblos. ¿Procedía el hábito de remotísimos prejuicios veterocristianos? Tal vez sí. Cito a san Pablo en la primera epístola a los Corintios (11. La mujer en la iglesia): 'Si una mujer no se cubre, que se rape. (...) El varón no debe cubrir la cabeza, porque es imagen y gloria de Dios; mas la mujer es gloria del varón, (...) ni fue creado el varón para la mujer, sino la mujer para el varón'.

¿Deduciremos de aquí que las devotas que atestaban los templos con la cabeza cubierta, allá por los sesenta, estaban proclamando su militancia contra el Estado moderno y la igualdad de derechos? Yo creo que esto sería desaforado. Pienso que unas autoridades que obligasen a las mujeres a orear la cabellera se estarían metiendo en camisa de onces varas. Opino, igualmente, que la directora del colegio que alegó que el pañuelo de Fátima es inconstitucional se excedió claramente de la marca. Que yo sepa, la Constitución no contiene arbitrios de carácter suntuario. A lo mejor resulta que los padres de Fátima son unos integristas recalcitrantes. Pero esto, de nuevo, no es asunto nuestro. Lo nuestro es que se cumpla la ley. Con todas sus consecuencias. Y sólo con sus consecuencias.

Hago estas observaciones en perfecta discordancia con la doctrina multiculturalista. El multiculturalismo, tal como se viene enunciando por estos pagos, no plantea cuestiones morales. Plantea, más bien, dificultades lógicas de orden elemental. Los multiculturalistas proponen que, en nombre de la libertad que se consagra en nuestra Constitución, se dispense igual trato a todas las prácticas sociales. Pero esto es una simpleza. Muchas prácticas sociales son incompatibles con los derechos individuales y con la libertad, tal como nuestra Constitución la entiende. En particular, de varias prácticas religiosas se deriva un derecho positivo que entra en contradicción directa con el Código Civil. Por tanto, no es verdad que en una sociedad libre quepan todas las libertades. Caben las que caben, y nada más.

Vayamos a un ejemplo extremo: las madrasas. Las madrasas no representan una alternativa concebible a las escuelas vigentes. ¿Por qué? Porque lo que en ellas se enseña no guarda contacto alguno con los contenidos curriculares obligatorios, la doctrina constitucional incluida. Y hay más. El orden moral en que nuestra sociedad se asienta exige que aseguremos, hasta donde sea posible, la igualdad de oportunidades. Ahora bien, el que aprenda versículos del Corán de memoria, y poco más, se encontrará en clara desventaja en el trance de abrirse camino en su vida profesional. El Estado se cree en la obligación de intervenir en estas materias, y se arroga, por tanto, la facultad de establecer un control considerable sobre los centros de enseñanza. Hasta donde se me alcanza, nadie le discute este derecho, con la excepción de algunos anarquistas libertarios de confesión neoliberal.

Resulta un pelo chusco que ciertas voces, francamente jacobinas, cada vez que surge un pleito con la Iglesia católica o su concepto de la enseñanza religiosa se pongan trémulas y enfilen la lírica multiculturalista cuando el pleito surge a propósito de presencias más remotas. Pero esto, de nuevo, nada tiene que ver con Fátima y su pañuelo.

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