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AULA LIBRE
Columna
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¿Reválida?, según y cómo

Tras muchos años de lamentaciones sobre el mal estado de la educación en España, el Gobierno ha alumbrado, ¡por fin!, no el diagnóstico que esperábamos sobre las dolencias que la aquejan (a las que algo ha debido contribuir este Gobierno, que lleva ya seis años a su cuidado), sino dos remedios a los que atribuye el carácter de talismán: los itinerarios en la ESO y la reválida al final del bachillerato.

La siembra de descalificaciones y el rechazo de todo lo que venía de antes, o venía de otros, que tan generosamente han practicado el Partido Popular y sus ministras de Educación, invita ciertamente, a proceder de igual forma y a condenar estos inventos por retrógrados, por improvisados, por las intenciones ocultas que tras ellos puedan subyacer, o por cualquier otra razón. Pero, nuestra profesión, somos profesores de instituto, y el haber colaborado, lo decimos con orgullo, en las administraciones socialistas, nos empujan a tomarnos el asunto muy en serio y a expresar nuestra opinión en la polémica que desde el ministerio dicen haber abierto.

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La existencia de una reválida -un examen general, externo a los centros- al final del bachillerato puede garantizar la consecución de una serie de objetivos que el actual sistema de selectividad universitaria garantiza mal, o no garantiza en absoluto. En primer lugar, una cierta homogeneidad entre los estudios de bachillerato que organiza cada una de la comunidades autónomas. No es éste un asunto menor. A medida que transcurran los años, y se vayan perdiendo las inercias derivadas de la época en que había un solo sistema, los planes de estudio tenderán a distanciarse. Una prueba general, cuando no idéntica al menos semejante para todos los estudiantes del país, podría ayudar a que los títulos obtenidos en cualquier comunidad autónoma, que surten efecto en todo el país, respondan a un nivel de conocimientos parecido y, claro está, a que la educación de los adolescentes españoles conserve unos elementos comunes. Además, es preciso controlar y homologar la calidad de las enseñanzas en los distintos centros. Los estudios realizados por la Inspección Técnica de Educación muestran grandes diferencias en los criterios de calificación que emplean los centros a la hora de evaluar el rendimiento de sus alumnos. Una prueba externa a todos los centros obligaría, sin duda, a aquilatar más aquellas calificaciones. Finalmente, una reválida concebida desde el bachillerato, lejos de introducir el factor de distorsión que constituyen las pruebas elaboradas por un agente ajeno a él, como las actuales pruebas de selectividad que pone la universidad, reafirmaría los métodos de trabajo propios del bachillerato y podría contribuir a darle un perfil más personal. Se pondría fin, quizás, a esa especie de esquizofrenia que viene padeciendo el bachillerato, desde la implantación de la selectividad, entre su carácter preparatorio para la prueba de acceso y su voluntad de ser un nivel educativo con fines específicos de formación intelectual y moral.

Así que nuestra postura no es, a priori, contraria a la existencia de una reválida. Pero hay que decir inmediatamente que, para que pueda cumplir esos fines, y para que no se convierta en un elemento negativo para los alumnos y para los profesores, la reválida debería reunir, a nuestro juicio, unas garantías técnicas, en su confección, y unas condiciones políticas, en cuanto a su organización, que, mucho nos tememos, no están ni en las intenciones, ni en los planes del Gobierno popular. Veamos en primer término las condiciones técnicas. La prueba debería ser, como lo fueron las de grado en el bachillerato de 1953 y 1957, una prueba principalmente de madurez sobre las competencias adquiridas a lo largo de la etapa y no una prueba principalmente de contenidos sobre cada una de las asignaturas del último o de los dos años. Esto quiere decir, simplemente, que debería girar en torno a la resolución de problemas, a la traducción, al comentario de textos, y a otros ejercicios similares conforme al carácter de las diferentes materias, y que no debería articularse sobre la respuesta a cuestionarios o test, fáciles de corregir y aparentemente objetivos, pero poco indicativos de la preparación adquirida y de las capacidades desarrolladas.

Decíamos también que hay algunas garantías de política educativa que condicionarán la validez de la reválida, como instrumento apto para alcanzar los fines que se le asignan, y la aceptación de la misma por la opinión pública. Trataremos de formularlas a manera de interrogantes. ¿Quién y cómo? Las antiguas pruebas de grado se celebraban en los institutos y en ellos se examinaban los alumnos de los centros privados. Los tribunales, compuestos por catedráticos de instituto, nunca examinaban a sus propios alumnos. Parece razonable que sea así. La responsabilidad de elaborar y calificar unas pruebas, de cuya superación depende la colación de un título oficial, debe recaer en funcionarios públicos ligados a la Administración por vínculos contractuales que les imponen obligaciones de equidad y competencia demostrada mediante el acceso a sus puestos docentes.

Pero ¿alguien cree que cuando el Ministerio de Educación del Partido Popular propone la existencia de una reválida está pensando en enviar a los alumnos de los colegios privados a examinarse a los institutos públicos? ¿No deberemos temer la aparición de alguna empresa privada de evaluación? ¿Qué piensa sobre esto el Partido Popular? En cuanto al acceso a la universidad, el alumno que obtenga su título después de aprobar la reválida, ¿deberá someterse a otras pruebas adicionales?, ¿cómo se articulará este proyecto con lo recién legislado en la LOU?

Muchas preguntas sin respuesta, muchas incertidumbres por despejar. Si, además, se deja abierta la puerta a otras posibles pruebas (¿de ingreso al bachillerato?), no extrañará a la señora ministra que suspendamos el acto de fe que nos solicita hasta que estos interrogantes y otros, que los interesados en el asunto planteen, tengan cumplida respuesta. Porque los alumnos sensatos, que los hay, las familias previsoras, que también las hay, y los profesores conscientes, y muchos lo son, merecen que el proyecto se trabaje, se clarifique y se explique con sosiego y con más y mejor documentación.

José Segovia Pérez ha sido director general de enseñanzas medias, Patricio de Blas Zabaleta ha sido subdirector general de ordenación académica, Felipe Navarro Ruiz ha sido subdirector general de bachillerato y Javier Ibáñez Aramayo ha sido subdirector general de formación profesional. Todos son catedráticos de enseñanza secundaria.

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