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LA CRÓNICA
Columna
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Suecos en Montigalà

De tanto ver anuncios de IKEA en los que aparecen hombres que cambian de vida, mujeres embarazadas y jóvenes que salen del armario, decido acercarme a esta gran superficie del mueble y el complemento a ver si se produce algún terremoto en mi previsible existencia. Por la autopista B-20, salida 20, llego a Montigalà, planeta poblado por estructuras cubiformes y santuario de las divinidades comerciales de este siglo. IKEA lidera el horizonte con su sagrado logotipo. Y ahora, con su permiso, una pausa publicitaria. Ñiguñigu, música de violines. Paisaje nevado. 1926. Ingvar Kamprad nace en Smáland. Al poco tiempo, siente la llamada del negocio por cuenta propia. Planos de Ingvar vendiendo cerillas y testimonio de un vecino: 'También vendía pescado, adornos de Navidad, semillas y lápices, ¡menudo era Ingvar!'. Imágenes de acontecimientos que transmiten la sensación de vértigo, convulsión y paso del tiempo. 1943. Ingvar funda IKEA (vemos sus iniciales IK sumadas a las primeras letras del nombre de la granja Elmtaryd y de su pueblo, Agunnaryd, donde se crió, pintadas por un niño que sonríe a la cámara). Para explicar la progresión comercial de Kamprad, fotos de grandes hombres que consiguieron salir adelante gracias a su esfuerzo y tesón, y para concluir la secuencia, la sonrisa de Kamprad inaugurando una macrotienda en, pongamos, la remota China. Para explicar la expansión internacional de IKEA, plano de chorro de aceite vertido sobre un globo terráqueo y rótulo con las cifras: 65.000 empleados y 10.400 millones de euros (1,7 billones de pesetas) facturados la temporada pasada ilustrados con el efecto sonoro de una caja, clinc, registradora. Frase final del anuncio con voz en off filosófico-sensual: 'En IKEA te ayudamos a montártelo bien'.

El hilo musical me hipnotiza casi tanto como las láminas de Matisse y Kandinsky, o ese cuenco llamado Kapital. Si Marx estuviera vivo, ¿compraría en IKEA?

En las entrañas de la nave IKEA todo está meticulosamente pensado. La escalera metálica, el mostrador de recepción en el que, antes de abrir (de 10.00 a 21.30 horas), se sirven cafés y zumos, la sala de juegos para aparcar a los niños, el expositor con cintas métricas, lápices y chuletas para anotar las referencias de los productos que marcarán el cambio radical de la existencia de los compradores. Estoy rodeado de gente que espera grandes cosas de la vida y eso me contagia una mezcla de pánico y responsabilidad. Van a casarse o a separarse y saben que la ocasión requiere un escenario adecuado a un precio razonable. Aquí, además, podrán elegir la opción de llevarse los muebles desmontados y luego, en casa, experimentar el reto de levantar con tus manos algo parecido a lo que figura en el catálogo. Los nombres de los muebles tienen resonancias inequívocamente escandinavas: Askedal, Kurs... Hay sofás y butacas melancólicas, ideales para mirar el fuego artificial de una falsa chimenea mientras te soplas una botella de Absolut tras leer la tristísima prosa del escritor noruego Kjell Askildsen (Un vasto y desierto paisaje, Editorial Lengua de Trapo). Sugiero que abran una sección con árboles para que puedas talarlos a hachazos y un aserradero para cortar la madera con la que montar los muebles, un inmenso bosque de personas y árboles concentrados en el noble deporte de redecorar su vida.

Una pareja discute sobre la distribución de una cocina que invita a esa larga conversación que suele preceder al divorcio. Un poco antes, una pareja de gays comentaba las medidas de una cama. Uno de ellos me ha mirado de reojo. Creo que estaba deseando decirle a su amigo: 'Perdóname, soy heterosexual'. El departamento infantil es una explosión cromática que invita a procrear y a pasarse la vida gateando entre peluches. En un panel, una inscripción metafísica: 'Invierte hoy en una silla y mañana tu cuerpo lo agradecerá'. Plato del día en la cafetería: Raksmorgas. O sea: canapé de gambas. Me detengo ante los felpudos fabricados para países en los que, tras recorrer interminables distancias nevadas, los Olafs de turno invierten un tercio de su vida en limpiarse las suelas de las botas. El hilo musical me hipnotiza casi tanto como las láminas enmarcadas de Matisse y Kandinsky, o ese cuenco de imitación de madera llamado Kapital. Si Marx estuviera vivo, ¿compraría en IKEA? Aunque no la necesito, siento la tentación de llevarme una alfombra Verninge, por la sonoridad de su nombre y por un diseño existencialista. Estoy a punto de cometer una locura y pedir en matrimonio a una mujer que acaba de enamorarse de un farolillo para velas, de esos con los que sales a perseguir tus propios fantasmas por las orillas del lago Runn poniendo cara de actriz en trance en plan palizas Lars von Triers. Pero, por suerte, entro en la zona de edredones, mi preferida, un mullido universo de fundas nórdicas debajo de las cuales uno se protege de los peligros del mundo. A la salida, paso por la zona de alimentación, llamada Tienda Sueca, y me contengo ante la exposición de arenques, cervezas, vodkas y otras formas de erosión gastrointestinal. He conseguido atravesar este territorio sin pisar demasiadas minas. Al final, sólo me llevo un mueble para CD en cuyo montaje invertiré las próximas siete horas. Cuando salgo del parking, no me recibe un vasto y desierto paisaje ni una noche sin fin, sólo un descarado sol de invierno. La vida, redecorada o no, continúa.

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