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Columna
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Uso desviado del poder

El Estado constitucional democrático es un Estado representativo, esto es, un Estado en el que no se produce la coincidencia sino la separación entre la titularidad y el ejercicio del poder. El poder reside en el pueblo, pero se ejerce a través de representantes elegidos democráticamente en elecciones libre y competidas, periódicamente repetidas. En este momento de la elección de los representantes por el cuerpo electoral descansa la legitimidad de origen del Estado. Los titulares de los poderes del Estado lo ejercen legítimamente porque son nuestros representantes, porque los hemos elegido para que actúen en nuestro nombre.

Este momento de la legitimidad de origen es de una importancia capital. Tanta que normalmente es el único que se toma en consideración a la hora de definir el Estado como representativo.

De la dirección actual del PA se puede esperar cualquier cosa, pero de la Presidencia de la Junta de Andalucía ni se espera ni se debe esperar cualquier cosa, sino más bien todo lo contrario

Y sin embargo, no debería se así. El momento de la elección de los representantes por los ciudadanos es condición necesaria, pero no suficiente para definir a un Estado como representativo. El Estado representativo tiene que tener un legitimidad de origen, pero tiene que tener también una legitimidad de ejercicio. Y ésta es indisociable de la legitimidad de origen, pero no coincide con ella.

El momento electoral legitima a los titulares de los poderes legislativo y ejecutivo para que actúen en nombre de los ciudadanos. Pero esa legitimidad de origen la tienen que confirmar los titulares de los mencionados poderes a lo largo de los cuatro años de duración de la legislatura a través de su actuación en el ejercicio de las funciones que tienen constitucionalmente encomendadas. Este segundo momento no es menos importante que el primero, aunque sea menos espectacular o menos llamativo.

Este es el segundo sentido que tiene el calificativo representativo cuando se predica del Estado. El Estado no es solamente un poder representativo porque los ciudadanos elegimos representantes para que nos gobiernen, sino que lo es también porque los representantes tienen que representar una función pública de manera permanente. Esta es la gran aportación a la política de la Revolución Francesa frente a la forma en que se practicaba en el Antiguo Régimen. La política deja de ser una actividad que se desarrolla en secreto, fuera de la vista del público, para pasar a convertirse en un función pública, en una representación pública en el sentido teatral del término. Los representantes políticos son actores en una función que tiene que desarrollarse a la vista del público, de tal manera que los representados puedan saber que están haciendo sus representantes con la legitimidad que les fue conferida. Es de esta manera como la legitimidad de origen se confirma o no mediante la legitimidad de ejercicio. La legitimidad de origen que se alcanza en el momento electoral no autoriza a hacer cualquier cosa, que no pueda ser escenificada públicamente con un mínimo de decoro.

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Viene a cuento esta introducción de la crisis que ha forzado el PA en el Gobierno de la Junta de Andalucía. La facultad de designar a los consejeros está atribuida por el Estatuto al presidente de la Junta de Andalucía, independientemente de que el Gobierno sea de coalición o no lo sea. Se puede entender que en el momento inicial de la formación del Gobierno, inmediatamente posterior al pacto de legislatura entre dos o más partidos, se acepten por el presidente el nombre o los nombres de los posibles consejeros propuestos por las direcciones del o de los partidos con los que se ha llegado al pacto para gobernar. Pero lo que no se puede entender es que las consejerías ocupadas por tales consejeros sean consideradas como propiedad privada del partido que hizo la propuesta, de tal manera que pueda hacer con ellas lo que le parezca oportuno. Esta privatización, aunque sea parcial, del Gobierno no puede ser aceptada en ningún caso. El poder público no puede convertirse nunca en propiedad privada de nadie, aunque sea de manera temporalmente limitada, por lo que resta de lgislatura.

Hay un mínimo de dignidad en el ejercicio del poder que se tiene que preservar y que en este caso no se ha preservado. Una crisis de gobierno no puede ser el resultado del capricho del secretario general de un partido y de lo que él entienda que puede ser más conveniente para su promoción personal y/o política. El presidente no puede hacer dejación públicamente de su responsabilidad en lo que a la composición del Gobierno se refiere. Las crisis no se las pueden hacer otros, sean o no socios. Esa no es la manera de ejercer la función de dirección política de la comunidad que tiene estatutoriamente encomendada y en la que la composición del Gobierno es un momento de importancia capital.

En mi opinión, aquí es donde está lo más grave de lo sucedido esta semana. De la dirección actual del PA se puede esperar cualquier cosa, pero de la Presidencia de la Junta de Andalucía ni se espera ni se debe esperar cualquier cosa, sino más bien todo lo contrario. Después de tantos años en el ejercicio del cargo, el Presidente tendría que haber tenido más reflejos y haber evitado que se produjera el cambio en la composición del gabinete de la forma en que se ha producido, con alteración incluida del protocolo de la Junta para permitir que el provocador de la crisis pueda seguir de número tres en el Gobierno. Esa no es manera de proceder. Aunque jurídicamente puede hacerse, porque el Estatuto no lo prohíbe, políticamente no debería haberse hecho, porque es un uso desviado del poder.

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