Las grietas de la memoria
La obra lírica del poeta, narrador y crítico David Castillo (Barcelona, 1961), aunque escrita originariamente en lengua catalana, tiene parentescos temáticos y hasta cierto punto formales con cierta poesía crítica, de respuesta moral a los valores dominantes, que se abrió paso en España (y en castellano) en la década de los noventa. Bandera negra, título de significado más que evidente, y En tierra de nadie ofrecen al lector un recorrido por los seis poemarios publicados, desde el iniciático La muntanhya rusa (1992) hasta El pont de Mühlberg (2000), además de una nutrida muestra de textos pertenecientes a dos libros inéditos y, es de suponer a juzgar por las preocupaciones temáticas que en ellos se advierten, últimos (Doble zero y Esquena nua). La ordenación de libros y poemas, a la inversa de lo cronológica y convencionalmente establecido no es una opción meramente formal: la antología se abre con los inéditos -que, eso sí, en la poesía reunida se colocan al final- y concluye con los poemas de su primer libro.
En tierra de nadie. Poesía 1981-2000.
David Castillo. Traducción de Ada Castells, Jordi Virallonga, Albert Balasch y el autor. Ayuntamiento de Málaga. Málaga, 2002. 400 páginas. 12,40 euros.
Bandera negra. Antología personal (1992-2001)
David Castillo. Traducción de Albert Balasch y Daniel Rico. Sial. Madrid, 2001. 163 páginas. 12,02 euros.
Ese orden es quizá el primer
rrasgo con sentido: Castillo ha querido reforzar la vertiente más actual de su poesía y dar una dimensión retrospectiva a su obra situando aquellos poemas más alejados del presente (existencial y literario) en el lugar que, en el acto de lectura, físicamente les corresponde, es decir, al final del libro. De ese modo, su obra se nos aparece como una suerte de viaje por la memoria íntima y colectiva del sujeto poético que va de un hoy marcado por el escepticismo y la ironía, por la mirada lúcida ante las grietas que abre el paso del tiempo en la relación amorosa, por un mayor peso de lo individual-íntimo en definitiva, hacia un pasado construido con la memoria de un tiempo roto (el de los años de la transición política), de ideales enterrados, de batallas perdidas y de descoloridas banderas, de amores imposibles y vidas encalladas y encanalladas en/por las exigencias de la realidad, en la que es más visible la memoria colectiva. Estamos ante una poesía con una fuerte carga autobiográfica: no sólo por lo que gran parte de los poemas tienen de sustancia experiencial de sectores políticos e intelectuales, que, como Castillo, han vivido en los márgenes y en la contracultura la mutación experimentada por nuestro país en los años ochenta, sino por la omnipresencia de escenarios urbanos de una Barcelona que, después de 1992 y de los Juegos Olímpicos, sería otra: zonas que han perdido su vieja identidad, como la Gran Vía o el barrio Chino, descampados de Can Baró o del Carmelo, Pueblo Nuevo, la Barceloneta... Para Castillo, esos lugares son ya paisajes míticos, reductos de la memoria, pero también parte de la nueva realidad que constituye el poema.
El amor y el sexo, la pugna entre el deseo y las convenciones, entre lo consagrado y lo maldito, la falta de horizontes colectivos, la propia poesía como materia de reflexión, son asuntos abordados por Castillo con un verso libre y fluido, de tonos coloquiales y expresión directa, escrito con una ironía que va de lo próximo al humor negro a la ternura teñida por la amargura y la melancolía. Una poesía de la realidad y de la memoria que parece proceder de un peculiar mestizaje entre la herencia de la generación beat (Corso, Ginsberg, ambos citados por el propio Castillo en el prólogo), la contracultura, el realismo sucio norteamericano y un sustrato filosófico y moral fronterizo con el nihilismo.
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