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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Escultura de aliento mayor

Referente clave en la inflexión escultórica que abre el devenir del medio en el curso del último tercio del siglo XX, Anthony Caro (New Malden, Surrey, 1924) ha sedimentado a la postre, y en un sentido tan diverso como complejo, una aventura creativa de extraña fecundidad. De un lado, su sintaxis abstracta, enrevesada e intempestiva, como sus apropiaciones y reelaboraciones metamórficas de desechos industriales, resultan difícilmente asimilables a las corrientes doctrinales que le fueron coetáneas.

Y de ahí la tan singular influencia que la figura de Caro ejerce como detonante de las generaciones posteriores de la escultura británica, que protagonizarán uno de los episodios dominantes en el debate creativo del fin de siglo. Pues su ejemplo no sólo instauraba históricamente un nuevo tipo de talante frente a la invención escultórica, sino que, en su irreductible excentricidad habría de cobrar un renovado atractivo tras la crisis del modelo vanguardista. Influencia que, en todo caso, es fruto también, en no menor medida, de la propia vocación didáctica de Caro, quien, tanto en las casi tres décadas como profesor de la mítica St. Martin's School of Art londinense, como luego en sus seminarios de Triangle, será uno de los pioneros clave de esa convulsión metodológica de la enseñanza artística inglesa que tan alto rendimiento obtendría en la eclosión estelar del último arte británico.

ANTHONY CARO

Galería Metta Marqués de la Ensenada, 2 Madrid. Hasta el 28 de marzo

Pero quizá nada dé mejor idea de la talla definitiva de Caro como el modo en que se ha revelado a la postre, a la manera de los artistas en verdad mayores, ante todo como un sobreviviente de sí mismo. Muchos recordarán el deslumbrante impacto que provocó, hace tres años, la presentación en el marco de la bienal veneciana del sobrecogedor ciclo sobre El juicio final, que el escultor dedicó a la memoria del holocausto, y que luego tuvimos la fortuna de poder contemplar de nuevo en el Museo de Bellas Artes de Bilbao. Condensaba aquel conjunto escénico uno de los núcleos de más desasosegante intensidad dentro de esa tan singular pulsión dramática que la obra del Caro tardío alcanza en el flujo de los noventa.

A ese soberbio aliento res

ponde, de hecho, el conjunto reunido por esta extraordinaria muestra del maestro británico. La selección incluye trabajos realizados por el artista entre 1989 y 2000, de los que nueve son esculturas de notable formato, colosal en algún caso, mientras que las seis restantes, antes que ejemplos de ese género específico que es el dibujo de escultor, constituyen una suerte de protoesculturas moldeadas en la densidad del papel. Varias piezas remiten a esa tipología tan característica del hacer de Caro, la de articulaciones que se ajustan al borde ortogonal de una mesa o repisa. Y entre ellas se sitúa, a mi juicio, una de las más rotundas de la muestra, la denominada Castille, que por añadidura alude, en referencia inequívoca, a nuestro propio imaginario territorial.

Aun así, dentro de un itinerario que mantiene en todos sus encuentros un vuelo bien alto, el impacto definitivo se sitúa, sin discusión, en el ciclópeo Caballo de Troya de 1994, esa implacable locomotora homérica que nos remite, con su silente fragor, a otro ciclo decisivo del último Caro.

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