¿Crisis de la socialdemocracia?
No se le suele dar la importancia debida al fenómeno más crucial que ha venido de la mano de la globalización. Con la extensión exponencial de las telecomunicaciones, el mundo ha entrado en una nueva etapa de reflexividad. Esto significa que la humanidad es hoy capaz, en todo el planeta y en tiempo real, de conocer los mismos hechos y realizar los mismos análisis. Con ello, se ha vuelto mucho más consciente de las consecuencias de sus propios actos, ha aumentado su capacidad preventiva. Sólo de este modo se entiende el progreso imparable en los últimos tres años de la conciencia mundial acerca de que la globalización, tal y como se está desarrollando, no va bien. Si hace apenas dos años hablar de una globalización alternativa era cosa de iluminados, hoy existe un número exponencialmente creciente de personas, movimientos e incluso países para los que esto ha dejado de ser una utopía y se ha convertido, sencillamente, en sentido común. Ése es el telón de fondo que explica el colosal impacto que ha tenido en la izquierda el Foro Social de Porto Alegre.
Amigos que han acudido a Porto Alegre han vuelto tan contentos con la experiencia como escépticos, por contraste, respecto a la capacidad transformadora que le queda a la socialdemocracia. Incluso en círculos intelectuales tremendamente honestos y progresistas comienzo a escuchar una música cada día más cercana, y cuanto más se acerca, más alta y clara se escucha la canción: habla de la inutilidad de los partidos políticos de izquierda para algo más que embarcar a sus sociedades en el ritual de elecciones cada cuatro años. Como me dice una amiga, aquí se está produciendo un divorcio de la legitimidad. La legitimidad democrática sigue en manos de los partidos, y sobre todo de sus cuadros, que pasan a ser representantes del pueblo en las elecciones, pero comienza a estar seriamente en competición con otra naciente legitimidad: la de unos movimientos sociales que se reúnen a escala global y cuyas aspiraciones, aún difusas, conectan más y más con amplios sectores de la ciudadanía.
No sé cuánto tiempo le queda a la socialdemocracia, y yo, personalmente, hago votos por una segunda juventud. Pero se encuentra ante el reto de renovarse o morir. Por ello me atreveré a dar algunas sugerencias para que la suerte sea propicia.
En primer lugar, precaverse contra el oportunismo. La reacción inmediata de la socialdemocracia pudiera consistir en acercarse en plan ONG a los difusos protagonistas de los movimientos sociales que reclaman un desarrollo no neoliberal de la globalización. Pero esto no valdrá. La mayor crítica que realiza la ciudadanía, y los movimientos sociales también, a la política profesional es su habilidad para no decir toda la verdad, para convivir con una tremenda distancia entre lo que se dice y lo que se hace. Eso, en un mundo que ya no está habitado por una masa amorfa, sino por personas con criterio, ya no vale.
La Internacional Socialista ha seguido siempre una regla tácita que yo, por asistir durante un periodo a algunas de sus reuniones, comprobé: es el club de los partidos que no están en el gobierno. En cuanto un partido socialdemócrata llega al gobierno de su país, poco a poco sus representantes van dejando de asistir a las reuniones de los comités de la Internacional. Esto no es anecdótico. Si se me permite hacer una afirmación rotunda, diré que la socialdemocracia, desde su nacimiento y hasta la fecha, ha sido un fenómeno puramente nacional, carente de internacionalismo. Es normal: los intereses nacionales, los del electorado nacional, se imponen sobre todo cuando se gobierna.
La socialdemocracia, si quiere jugar ahora bien sus bazas, tendrá que romper con toda su historia pasada y virar hacia un internacionalismo verdadero. Para ello, creo que uno de los grandes cambios que necesita es comenzar a distinguir entre un programa de gobierno a corto plazo y un programa internacionalista a largo plazo. Y creo que entre ambos tiene que haber la lógica aplastante de una gran coherencia. A corto plazo no se podrá hacer todo lo que es necesario para que el mundo globalizado llegue a tener límites sociales y estructuras democráticas que lo dirijan. Pero lo importante, lo que agradecería toda persona de buena voluntad preocupada por el desarrollo actual del mundo, es: primero, que los partidos progresistas digan muy claramente qué fórmulas específicas proponen a escala global; y segundo, que los programas de gobierno no entren en contradicción con tales postulados estratégicos.
La empresa de un programa socialdemócrata genuinamente internacionalista, además, pudiera ser tremendamente beneficiosa. Toda la experiencia acumulada durante más de un siglo de lucha por la justicia social debería servir para decir algo que tenga sentido en este mundo globalizado. En concreto, hay dos elementos de la experiencia socialdemócrata que pueden ser de extrema utilidad a la hora de buscar un nuevo desarrollo de la globalización.
El primero es la aspiración a la democracia global. La experiencia histórica de los socialistas democráticos contiene una primera gran lección: para resolver los problemas de injusticia en una sociedad, sean económicos, sociales o culturales, lo importante es que exista un poder democrático a través del cual se puedan resolver tales problemas. Extrapolando a escala global: todo lo que sea multilateralismo es positivo, todo lo que sea dar voz a los países sin voz es positivo, todo lo que sea representatividad de todos los países del planeta en los organismos internacionales es bueno. Una idea tan sencilla como ésta produce una agenda imponente de reformas internacionales: acerca de la representatividad de organismos puramente técnicos, como el FMI o el Banco Mundial, acerca del aislamiento institucional de la Organización Mundial del Comercio, o acerca del poder que, en el plano económico y social, no tiene la ONU.
La segunda gran experiencia que puede extrapolar la socialdemocracia a un mundo globalizado es que la solución no consiste en la ayuda voluntaria, sino en la redistribución de la renta a escala global. El Estado de bienestar, a escala nacional, ha sido la gran obra de la socialdemocracia. Se ha basado en un pacto de fiscalidad progresiva y un gasto público que asegura a todos los derechos ciudadanos a la salud, a la educación, a las pensiones... ¿Por qué no extrapolar esa experiencia, que, a pesar de sus excesos (corregidos) y las críticas que ha recibido desde el neoliberalismo, ha sido la obra civilizatoria más importante de la humanidad en los dos últimos siglos? Sin embargo, a escala global seguimos en el régimen de la caridad y la beneficencia. Improvisamos la ayuda humanitaria cuando hay un desastre (como si no fueran a darse desastres futuros). Prospera a duras penas el 0,7% de ayuda... voluntaria (mientras que la ayuda oficial retrocede en los noventa). Quizá es hora de pasar de la voluntariedad a un nuevo estadio, el de la redistribución organizada a escala global. Como proponemos algunos que defendemos la necesidad de una Alianza Mundial por el Desarrollo, deberíamos comenzar a pensar en una Tasa Global por la que cada país cuya renta per cápita exceda la media mundial por países pague el 1% de su PIB como aportación anual al desarrollo global. Sólo así se podrán generar recursos suficientes en el planeta para la puesta en pie con dichos fondos de una nueva generación de planes de desarrollo coparticipados por los países más desfavorecidos del planeta, y dirigidos de modo finalista a las áreas de suficiencia alimentaria, salud, educación e infraestructuras.
¿Pueden estas experiencias ser canalizadas desde la socialdemocracia hacia los movimientos sociales globales? Yo, que veo la película desde el lado de los socialdemócratas y no desde el lado de los movimientos sociales, sólo puedo decir que, para hacerlo, la socialdemocracia tiene que transformarse. Esa transformación ha de ser doble. En primer lugar, como se decía, deberá ser capaz de formular una 'utopía global' y subordinar los programas de gobierno a la misma, de modo que, se avance lo que se avance en la política del día a día, el avance sea congruente con esa 'utopía'. El precio, sin lugar a dudas, será duro. Pues va a significar, por ejemplo, decir en voz alta desde la socialdemocracia que el 70% de las barreras al libre comercio no las defienden los países en vías de desarrollo, sino los países desarrollados, y que hay que abolirlas cuanto antes.
El segundo requisito no es menos doloroso que el primero. La socialdemocracia debe dejar atrás su concepción y práctica de la democracia, y construir una nueva. Vivimos la época de mayores cambios tecnológicos, económicos y políticos, y, al mismo tiempo, la época en la que los ciudadanos menos están participando en la orientación de dichos cambios. Hemos llegado a ella heredando una tradición muy delegativa de la democracia, auspiciada por el contrato social socialdemócrata: los políticos profesionales trabajan por el bienestar social desde el Estado, y los ciudadanos se limitan a votarlos cada cuatro años. Y desde los años ochenta se nos ha montado encima de esta mala práctica otra aún peor: la versión reduccionista de la democracia, inspirada en el neoliberalismo, cuyo motto pudiera ser 'menos democracia y más mercado'. Prisioneros de esas dos tradiciones -la de los políticos benefactores profesionales, por un lado, y la de los políticos 'modernos' que prefieren desregular a organizar el bien común-, nos encontramos muy mal preparados para ejercer la democracia en este 'siglo del cambio'. Ante este panorama, ¿es de extrañar que los ciudadanos, que sienten que sus representantes cada vez deciden menos y que el mercado global cada vez decide más, recelen de la política y se desentiendan de ella? Y ¿es de extrañar que esos movimientos sociales, que aspiran a un desarrollo diferente de la globalización, reaccionen del mismo modo que el resto de los ciudadanos?
Es curioso que, tanto al hablar del posible contenido de un programa socialdemócrata frente a la globalización como al hablar del modo en el que pueda ser trasmitido con credibilidad, nos hemos topado con el mismo concepto: la necesidad de darle a la democracia nuevas fronteras, sea a escala internacional o en el modo de hacer política en casa.
Y es que, por más vueltas que se le dé, la única posibilidad de que la socialdemocracia se libre de su crisis consiste en algo tan sencillo, y tan revolucionario, como inscribir, junto a sus viejos ideales de libertad, igualdad y solidaridad, un compromiso radical con la democracia.
Manuel Escudero es profesor de International Political Analysis y vicedecano de Investigación del Instituto de Empresa.
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