_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Hierro

Decía no hace mucho José Manuel Caballero Bonald que su generación era sustancialmente infractora. Ante la grisura ambiental de una época amarga y hostil, beber era una forma libre y deliberada de acometer la realidad, de rebelarse contra ella molestando al prójimo, al bienpensante, desde una actitud que arremetía contra las convicciones. El alcohol, como otras forma de trasgresión, se convirtió en un modo de vida para muchos de aquellos intelectuales (poetas, novelistas y demás especies a extinguir) que pagaron su aventura con el suicidio -recuérdese a Costafreda, Ferrater o José Agustín Goytisolo- o con una muerte prematura en el caso de Barral, Gil de Biedma, García Hortelano o Claudio Rodríguez. De los supervivientes de aquel bello naufragio apenas quedan el propio Caballero Bonald, Paco Brines y José Hierro, tres poetas de titánica envergadura a los que no pienso dedicar ningún elogio póstumo y sí el comentario oportuno que ellos mismos han de leer cuando les plazca. Hoy le ha tocado el turno al autor de Quinta del 42, aquel Pepe Hierro que conocí a mis trece años en el salón de una escuela que se llenó repentinamente de canciones para dormir a un preso, remotos trenes cargados de melancolía y fábulas de amor para tiempos felices. Le acerqué un ejemplar de sus versos impreso en Buenos Aires y me lo llenó de mástiles y barcos, líquidas palabras que hablaban de mí, del niño que se había aproximado a sus estribaciones herido por la fascinación. Nos volvimos a ver años después, cuando el éxito, los premios y el regreso desbordado a un presente de poeta imprescindible lo situó en la lista de autores más vendidos. Hace unos días nos encontramos en Orihuela. Seguía como aquel marzo del 73: cráneo de tártaro y manos de estibador. El aire, sin embargo, se negaba a entrar con la limpieza de antaño en sus pulmones, pero un golpe de anís seco y unas dosis de oxígeno le infundieron luz y compostura. Hablamos de la vida y sus conjuntos, de los barcos que conservo en el océano ajado de mi libro de versos. Los miro a veces, cuando me falta el aire y me apetece mucho transgredir con la inocencia, volver a ser rebelde como ellos.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_