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LA HORMA DE MI SOMBRERO
Columna
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El monarca

Martes 19 de febrero, mediodía. He quedado con Enrique Vila-Matas en la terraza del Bauma. Llega Enrique, puntual, con su abrigo rojo, pide un vermú blanco, enciende un pitillo y se pone a contarme su viaje a París, con escala en Toulouse. Enrique ha ido a París invitado por su editor, Christian Bourgois, a la presentación de la edición francesa de sus dos últimos libros: Le voyage vertical y Bartleby et compagnie. Enrique está encantado con su editor francés -'un aristócrata que', dice, 'me abría la puerta del coche, estaba la mar de cariñoso con Paula, y hasta nos llevó a almorzar con su familia a un chino'- y con su amigo Antonio Tabucchi (editado también por Bourgois), el cual tuvo la delicadeza de presentar los dos nuevos libros de Enrique en la librería Ombres Blanches de Toulouse. Al parecer, prensa, radio y televisión no lo han dejado un momento tranquilo, la promoción del libro ha funcionado la mar de bien y Enrique está convencido de que los libros, en especial el último, Bartleby, se van a vender como rosquillas, como ya ocurre en Alemania, donde Bartleby figura en el segundo lugar del palmarés de la crítica germana. Lo cual, y en ello coincidimos Enrique y yo, no tiene nada de particular dado que Bartleby es un libro para un público al que le agradan los libros y los escritores, un público que no suele confundir a Baroja con Benavente y a los carlistas con los maricones, como por desgracia aún ocurre en este bendito país.

El monarca es un bichito de tres centímetros. Vive en el sur de Canadá y el norte de EE UU. En otoño emigra en busca de climas más cálidos

Le digo a Enrique que mientras él estaba en París yo estaba en Sevilla y una tarde, al comprar Le Monde en el quiosco que hay junto a la catedral, me llevé una alegría al ver que le habían dedicado toda una página, nada menos que la de 'Horizontes', la página estrella del remozado Le Monde. Toda una página dedicada a Enrique -Vila-Matas ou la tentation de Bartleby-, un espléndido retrato entrevista sobre mi primo Enrique, firmado por Michel Braudeau.

¿Michel Braudeau? Me sonaba ese nombre, me sonaba mucho, pero aquella tarde, en Sevilla, no sabía con qué relacionarlo, dónde ubicarlo. Hasta que unos días después leí en este periódico la noticia de las mariposas muertas de frío: '40 millones de mariposas monarca murieron en enero por las heladas y los fuertes vientos en los bosques del Estado mexicano de Michoacán' (EL PAÍS, 13 de febrero). ¡Claro! Braudeau, Michel Braudeau, era el grand reporter de Le Monde que había cubierto para el vespertino francés la migración del lepidóptero desde la frontera canadiense hasta el centro de México y su hibernación en los bosques de Angangueo, a unas dos horas y media al noreste de México capital, en su santuario de Angangueo, en la sierra del Campanario, a más de 3.000 metros de altitud. Un reportaje fascinante, recogido en Le Monarque et autres sujets, en la colección Le Promeneur de Gallimard (2001).

Así que mientras Braudeau visitaba a Enrique en su pisito de la Travessera de Dalt, en Angangueo los monarca (Danaus plexipus) morían a millones. Mientras el célebre periodista escuchaba de labios de Enrique las hazañas del antihéroe de Melville, aquel escribiente que a cualquier demanda de sus superiores solía responder con un lacónico 'preferiría no hacerlo', el monarca, uno de los lepidópteros más voluntariosos y valientes del planeta, moría a millones a causa del frío.

Enrique no había oído hablar del valiente lepidóptero ni sabía que su amigo Braudeau hubiese escrito la epopeya del insecto. Le prometí que le prestaría el librito del francés, pero antes, para abrirle el apetito, le conté algunas de las características y proezas de esa hermosa mariposa de alas de color naranja, naranja y negro, tal y como las recordaba del reportaje de Braudeau publicado en Le Monde hace un par de años.

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El monarca es un bichito de tres centímetros de longitud, una decena, como máximo, de envergadura, y pesa 0,8 gramos. Su hábitat se sitúa en el sur de Canadá y el norte de Estados Unidos. Al llegar los meses de octubre y noviembre, el bichito emigra a la búsqueda de climas más calidos. Unos monarcas se van a Perú, a las islas Marquesas, a las islas de la Sonda y a Australia, y otros, que son los que nos interesan, vuelan hacia México. Para ello tienen que cruzar las cataratas del Niágara y la región de los lagos, y correr una serie de innumerables peligros en un viaje de unos 4.200 kilómetros, y a una altitud de 3.000 metros. Cuando llegan a Angangueo y a los demás santuarios que poseen en México, los monarcas hibernan y luego se aparean. No les resulta fácil sobrevivir. Amén de las heladas (como la excepcionalmente mortífera de este año), tienen que luchar contra la tala de bosques y los pesticidas, y aunque esa especie de mariposas segrega en sus alas un veneno que ahuyenta a las aves, siempre hay un pinzón o una alondra que conocen la manera de hacerles un agujero con el pico en el abdomen y chuparles toda la grasa.

Pero resisten, se defienden bien. Y lo más curioso de esas mariposas es que cuando esos millones de insectos procedentes de Canadá y del norte de Estados Unidos ya han muerto (viven un promedio de ocho meses), sus tataranietos, la quinta generación, inicia el viaje de regreso a su hábitat de origen para reanudar el ciclo migratorio. Nadie sabe qué instinto guía a esas frágiles criaturas en su viaje de retorno a la patria. Es un misterio.

En México, el monarca es un insecto emblemático, y sus hermosas alas se han convertido en la bandera de la lucha contra la polución, una lucha iniciada en 1985 por el poeta Homero Aridjis y a la que se apuntaron de inmediato figuras como Octavio Paz, Gabriel García Márquez, Juan Rulfo y el pintor Tamayo. Ignoro si mi primo Enrique se apuntará a la cofradía mexicana del monarca. Tal vez sus amigos Juan Villatoro y Sergio Pitol acaben convenciéndole. Pero es bueno que sepa, y ustedes con él, que mientras los bartlebys prefieren no hacerlo, mientras el gran Julien Grack, ilustre bartleby, se despierta cada mañana en su casa de Saint-Florent-le-Vieil a los gritos de los sabios cuervos -'¡gracq, gracq, gracq!'- de la isla Batailleuse, a orillas del Loire, millones de monarcas cruzan valientes las cataratas del Niágara para preservar su especie.

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