La Italia fea
Seguimos elogiando fervorosamente la belleza de las ciudades italianas sin darnos cuenta de que lentamente se están convirtiendo en unos paisajes bastante feos y arruinados si las consideramos en todo su ámbito territorial. Quiero decir que cuando hablamos de los grandes monumentos urbanos y paisajísticos de Italia, seguimos refiriéndonos a unos centros antiguos, relativamente bien conservados, unos sectores tan potentes y tan justamente prestigiados por la cultura y el turismo que nos hacen olvidar la realidad de sus periferias, sus nuevas expansiones, su pésima arquitectura suburbial. Visitamos la Florencia renacentista, la Roma barroca, las grandes escenografías venecianas; nos conmueve el pintoresquismo monumental de Nápoles y los delicadísimos centros de Siena, de la Vicenza palladiana de Lecce, de Pienza, de Orvieto, de Bolonia, de Parma; nos sorprende en cada visita el repertorio arquitectónico más potente del mundo, los museos, los monumentos civiles y religiosos, los mejores testimonios arqueológicos. Pero si nos apartamos de esos itinerarios culturales y turísticos, la visión de la Italia moderna -la de los últimos 40 años- es muy distinta y, a menudo, de una fealdad ofensiva, un desorden incivilizado, inútil para la convivencia y la cultura.
Estos aspectos negativos del paisaje urbano italiano -similares, a los que presentan todos los países del Mediterráneo europeo- se pueden dividir en tres categorías. La primera corresponde a las periferias y los suburbios de ciudades cuyos centros tienen o habían tenido un cierto nivel urbanístico y arquitectónico. Un ejemplo puede ser la ciudad de Pescara, que en pleno fascismo había iniciado una ambiciosa reestructuración con la implantación de nuevos edificios institucionales y que ahora es una amorfa agregación de suburbios a lo largo de una playa invertebrada. El punto culminante de ese descalabro es la vecina Montesilvano, en la que ya ha desaparecido cualquier orden urbano, sin calles y sin accesos, libremente sometida al continuo abusivismo y a los sucesivos condoni. Y en igual situación se encuentran ciudades como Rimini, Salerno, Mestre, Brescia, etcétera.
Una segunda categoría corresponde al grave deterioro de algunos centros históricos que no han entrado en los procesos de restauración y reconstrucción que, con mayor o menor fortuna, se han mantenido en las ciudades más representativas. El caso más escandaloso son las ciudades vesubianas del golfo de Nápoles: Ercolano, Torre del Greco, Torre Annunziata, Castellamare e incluso Pompeya. Los turistas nos contentamos con visitar las ruinas romanas y casi no nos enteramos de las ruinas vecinas, las urbanas, allí donde viven miles de personas en condiciones paupérrimas, con calles interrumpidas todavía por los escombros de los bombardeos de la última guerra. No se comprende que en Italia se reiteren tantas discusiones académicas sobre la conservación de monumentos y se mantenga un aparatoso sistema de Sovraintendenti dei Beni Monumentali y, al mismo tiempo, se abandonen centros históricos como, por ejemplo, el de Taranto, en una de las mejores situaciones geográficas del Mediterráneo, agobiado por la gran industria pesada obsoleta y por la marina de guerra todavía más obsoleta.
La tercera categoría es la destrucción de buena parte de las costas en manos de un urbanismo turístico especulativo. La costa adriática desde Bari a Rimini es seguramente la víctima más evidente de este tipo de asentamientos incontrolados. En la Puglia el tema es más triste: la maravilla paisajística de los antiguos pueblos -desde los trulli de Alberobello y Locorotondo, hasta la geografía imponente de Gallipoli y Otranto y las sorpresas arquitectónicas de Lecce- se desequilibra con unas costas que no alcanzan a tener ni siquiera un convencional carácter turístico: chabolas en playa abierta, degradación física, funcional y social. Aunque quizá el mayor escándalo se puede visitar en el Tirreno: los domingueros han logrado circundar los impresionantes templos de Paestum con los bloques de apartamentos más feos del Mediterráneo.
Hay que preguntarse cuál es la causa de esos desbarajustes urbanísticos en un país de tan solvente tradición cultural. Como siempre, las causas son políticas. Hay que reconocer -mal que nos pese- que el último periodo con una política territorial consistente fue el fascismo, prolongado, con algunos intentos, hasta los primeros años de la reconstrucción posbélica. Desde entonces, la política cristiano-demócrata y sus sucedáneos se han desentendido del urbanismo concreto y programado, realizativo, recurriendo a la absurda burocracia de los Planes Reguladores Generales, que no han logrado ningún resultado. Hace años que las ciudades italianas crecen sin orden ni concierto, pomposamente aureoladas con miles de leyes urbanísticas estatales -más que ningún otro país del mundo- que parten a la vez de una pretendida voluntad liberal y de un centralismo ideológico absurdo que no son impositivas como programas cohesionados, sino solamente parcialmente temáticas y, por lo tanto, no relacionadas con la realidad operativa de cada territorio. Con ello, ni las administraciones ni los promotores privados tienen instrumentos de intervención. La única salida es construir sin permiso y al margen de las cualificaciones urbanísticas -el abusivismo- esperando que cada vez que gobierne un Berlusconi los abusos sean legalizados a través de la brillante corrupción del condono. Y éste es el método de crecimiento y transformación de las ciudades italianas desde hace 40 años. Es un ejemplo que tiene el peligro de desparramarse por otros países mediterráneos -España, quizá- que hasta ahora han disimulado mejor el libertinaje urbanístico.
Oriol Bohigas es aquitecto
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.