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Un Parlamento mejorable

El Congreso de los Diputados y el Senado, aunque en estas líneas sobre todo me refiero al primero, no están pasando, a mi juicio, por su mejor momento. Precisamente cuando, por una parte, apunta un cierto reverdecimiento ideológico (patriotismo constitucional, republicanismo, etcétera) que a la postre desemboca en un reforzamiento de la ley y del Parlamento, y, por otra, cuando tan a menudo se postula el fortalecimiento parlamentario, consecuencia de la siempre prometida renovación del impulso democrático de la vida política española, precisamente ahora, nuestra institución parlamentaria principal está dando un paso desfavorable en su trayectoria como órgano constitucional.

No soy ingenuo: muchos de los males que aquejan a la Cámara a la que sustancialmente aludo no son sólo propios de nuestro Congreso de los Diputados, lo son de cualquier Parlamento contemporáneo. No hay que escudriñar en los libros y revistas científicos para acreditar esto; el tan a ras del suelo económico Financial Times titulaba, con sobresaliente tratamiento tipográfico en su última página del pasado 6 de diciembre, un artículo así: 'La madre de los Parlamentos es vista como una frágil y desdentada abuelita', para referirse a la debilitada situación actual de la Cámara de los Comunes británica. Creo, sin embargo, que en nuestro caso, además de las causas generales, aparecen otras específicas que ahondan el problema de la crisis parlamentaria; y, aunque esto no fuera así, el proceso de debilitamiento de la institución democrática por excelencia debe quedar constreñido en el peor de los casos dentro de ciertos límites, cuya consistencia es preciso apuntalar en beneficio de la salud de la vida política española.

Uno de los valores más preciados que ha caracterizado a nuestro parlamentarismo desde julio de 1977 ha sido el del buen ambiente que, en general y salvo tantas excepciones como se busquen, ha reinado entre sus actores a lo largo de casi veinticinco años. Este buen ambiente equivale al aceite que facilita el correcto funcionamiento de todo motor: no se nota cuando está, pero, cuando no está o no lo hace en el grado necesario, antes o después estalla el problema. Pues bien, el deterioro del ambiente, del espíritu común parlamentario es apreciable en la última etapa. Me fundo para hacer esta afirmación en hechos concretos: crecientes trifulcas sonoras en reuniones de órganos parlamentarios, desplantes y desabrimientos en encuentros informales de líderes parlamentarios, de todo lo cual la prensa, en cuyas páginas acaban remansando estos incidentes, se hace eco cada vez más frecuente. Sin embargo, donde más se percibe los síntomas del negativo cambio de ambiente, del resquebrajamiento del espíritu común básico es en la actividad diaria de la Cámara: en lo que se ve y oye en los pasillos, en las referencias e incomunicación de unos hacia otros... En suma, en el aceite, escaso, que debe lubrificar la maquinaria parlamentaria. La situación no es, desde luego, irreversible, pero es tiempo ya, a mi limitado parecer, de que se tome nota seriamente de ella y de que aquellos a los que de manera principal atañe el problema se esfuercen, que tienen capacidad personal y medios para ello, en que las aguas vuelvan al cauce que a grandes trazos ha singularizado nuestro caminar parlamentario desde 1977.

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Con independencia de que lo que terminen decidiendo las Cortes Generales sea del agrado o desagrado de unos y otros, unos y otros han de estar de acuerdo en las reglas básicas que canalicen el proceso parlamentario de toma de decisiones. El Reglamento y el Presupuesto de la Cámara constituyen dos ejes capitales de tales reglas; sin embargo, la situación actual de los dos facilita que el Congreso de los Diputados renquee. En este sentido es opinión muy extendida que el vigente Reglamento de la Cámara Baja, que viene de 1981 y arrastra todavía mecanismos de la época política que se superó en 1977, está desfasado y ayuda escasamente a que el Congreso de los Diputados cumpla de modo satisfactorio sus cometidos. En cada legislatura que comienza, y esto viene ya de muy lejos, se promete solemnemente un nuevo Reglamento; a tal fin comienzan con denuedo los trabajos pertinentes, pero por desgracia antes o después la ya añeja iniciativa embarranca. Hay indicios de que en esta legislatura -que ya ha consumido al menos la mitad de su aliento- se va a acabar en el mismo embarrancamiento, y eso, claro está, atiza los problemas de la actual situación parlamentaria. A su vez, tampoco actúan en favor de la reciedumbre parlamentaria las diferencias que han tenido lugar con ocasión de los últimos Presupuestos de las Cortes Generales aprobados con 111 votos en contra frente a la regla de la unanimidad o casi unanimidad que ha sido la predominante hasta ahora, extremo que revela una marcada contraposición en lo que, por ser propio de la casa común de todos los grupos parlamentarios, es muy recomendable que medie siempre acuerdo unánime o casi unánime entre ellos.

Al margen de los problemas generales del procedimiento legislativo común, que el anhelado nuevo Reglamento del Congreso de los Diputados deberá resolver, las dificultades para que esta Cámara pueda cumplir adecuadamente su cometido legislativo han sido marcadas con ocasión de la última de las llamadas leyes de acompañamiento presupuestario, la aprobada el pasado mes de diciembre. Este año el problema no sólo se ha recrudecido por el inabarcable número de disposiciones modificadas de una sola tacada (sesenta y cinco disposiciones de rango legal, además de otras de inferior rango), lo que permite empezar a temer que el gigantismo desembozado de esta modalidad legislativa arrastre antes o después a que la función legislativa de las Cortes Generales se reduzca casi a aprobar una sola ley al año: la llamada de acompañamiento presupuestario. El problema también se ha recrudecido por la incorporación en el Senado de importantes modificaciones legislativas (recuérdese únicamente y a título de ejemplo demostrativo el nuevo impuesto sobre las gasolinas) con respecto a las cuales el Congreso de los Diputados ha podido poco más que estampillar lo que le ha llegado del Senado, o, en otras palabras, casi se ha tenido que limitar a decir sí o no en un único y trompicado trámite. Esto no es, en mi criterio, cumplimiento sustancial y admisible de la función legislativa del Congreso de los Diputados. La cuestión que se suscita aquí, al margen de las dudas de inconstitucionalidad que con carácter general empañan ciertos aspectos de las llamadas leyes de acompañamiento presupuestario, no consiste en pretender limitar la capacidad legislativa general del Senado, sino en reconocer en qué situación de postración queda la Cámara Baja en supuestos como a los que aludo. Ante tales supuestos, al menos, deben abrirse cauces procedimentales dentro del Congreso de los Diputados para que éste pueda deliberar y pronunciarse más fundadamente acerca de lo que le propone el Senado. En palabras concisas, es menester evitar que el Congreso de los Diputados se vea condenado en situaciones semejantes a convertirse en algo cercano a mero estampillador legislativo.

Por otro lado, desde hace tiempo el modo de fijar las preguntas que han de sustanciarse en la importante sesión de control de los miércoles en el Congreso de los Diputados no es el mejor para que el control que compete a esta Cámara se desarrolle con la mayor plenitud. No soy nuevo en la defensa de que el titular sustantivo de la función controladora en el Parlamento contemporáneo ha de ser la oposición; no tanto, pues, la Cámara cual órgano como sí los grupos que la integran. No resulta concorde con este entendimiento de la titularidad del control que el reparto del número de preguntas semanales (veintisiete fue el máximo en 2001) se haga siguiendo el criterio estricto de proporcionalidad, con la reducción consiguiente de preguntas en manos de aquellos a quienes corresponde formularlas de manera principal, es decir, con reducción del número de preguntas que pueda sustanciar semanalmente la oposición.

Parte importante, en fin, de los problemas que entorpecen la marcha del Congreso de los Diputados deben encontrar solución equilibrada y muy predominantemente aceptable en un nuevo Reglamento de la Cámara que salga al paso de ellos, lo cual, a su vez, contribuirá a la mejora de otros de naturaleza extrarreglamentaria. La actual legislatura está tan avanzada ya que sus actores no pueden esperar mucho más para pegar el empujón imprescindible al proyecto de nuevo Reglamento, aunque sólo sea para que entre en vigor en la legislatura que comienza a avecinarse.

Luis María Cazorla Prieto es catedrático de Derecho Financiero y Tributario de la Universidad Rey Juan Carlos.

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