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Columna
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La sopa

Uno de los hechos más sorprendentes de la cultura contemporánea consiste en que hoy el espectador es capaz de compaginar cualquier tipo de belleza, una obra de Shakespeare, una exposición de Andy Wharhol en la Tate Modern o el exquisito ballet de La Bayadère en el Covent Garden con la basura que se mete uno en el estómago, una pizza infame, un pollo hormonado, un puding infecto, inmediatamente antes de que empiece el espectáculo. Pese a los buenos propósitos, al final, en Londres siempre se comete la torpeza de comer. Se entiende, de comer contra uno mismo, queriéndose poco. Cuando no se es lo bastante divino para cenar en Nobu, el restaurante japonés de moda, ni tan zen como para conformarse con una manzana, un agua mineral y todo el Green Park por delante para caminar, ni tan listo como para saber dónde está el mejor restaurante indio, chino o malayo, ni tan sabio como para ir a un mercadillo del barrio y comprar unos alimentos naturales y baratos, lo mejor en Londres es mantenerse con la boca cerrada para que no entre por ella el enemigo. No estoy hablando de comida, sino de espiritualidad. Alrededor de los teatros y museos de las grandes ciudades se expende una basura transgénica capaz de romperte el alma y el público la engulle de pie antes de ocupar los patios de butacas o de entrar en las exposiciones de pintura, y uno se estremece sólo de pensar lo que sucede allí dentro. En Londres este caso alcanza una evidencia sobrecogedora. En el escenario suenan las palabras candentes de Shakespeare, o en la Royal Opera House vuela la bailarina Makarova, o por el espacio de la galería Hayward se expande la magia de Paul Klee mientras en el interior de cada espectador fermenta la hamburguesa de perro cuyos ladridos salen por la garganta y resuenan en la bóveda del paladar o resucita el muerto que has comido bajo el aspecto de un cerdo agridulce. El drama que pueda suceder en el escenario no es nada comparado con el esfuerzo que debe hacer el espíritu del espectador para mantenerse puro en el patio de butacas después de estos vertidos de basura cuya digestión tampoco será capaz de aligerar el violinista más virtuoso. El arte engendra a sus propias criaturas. En la Tate Modern de Londres un público refinado, con el estómago lleno de miseria, se extasiaba ayer ante las mitologías de Andy Wharhol. Una de ellas es el bote de sopa Campbell's. Otra es la silla eléctrica. La cultura contemporánea consiste en poderlas compaginar y digerir sin ningún problema.

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