Cortesía civil
Yo no creo que a nadie le apetezca levantarse por la mañana y encontrarse la plaza o la calle de su casa convertida no ya en un escenario después de la batalla, sino en un escenario después de la descarga de un camión de la basura. Ni que un estruendo de botellas rotas, voceríos, música, petarderías de motos, bocinazos, le ahuyente el sueño hasta el amanecer, o más lejos. Ni que un chaval que se ha puesto ciego a copas decida acto seguido coger el coche y seguir la marcha en otro lado. Ni siquiera imaginarse a la gente joven -propia y ajena- echada a una intemperie literal y a otra metafórica de pasotes múltiples, desconsiderados con lo privado y con lo público.
A nadie le gusta pero sucede y como sucede cada vez más, se entiende que la gente afectada se queje y se mosquee y exija soluciones. Ahora el señor Rajoy se da por aludido y se propone acabar con el botellón simplemente prohibiéndolo, mandando a las fuerzas del orden a disolver. Disolverán, supongo, a la peña reunida, sobre todo si se empeñan una noche sí y otra también. Pero resolver el tema del ocio alcohólico, incivil y desparramado que se está (im)poniendo de moda entre la gente joven, mucho me temo que ni por asomo.
No voy a discutir ni el sentido ni la oportunidad de sancionar más eficaz y severamente a los establecimientos que venden alcohol a menores. Ni el que se refuercen los controles de alcoholemia y las multas por conducir pasado de la raya -tengo muy presente que un coche es, entre otras cosas, una efectiva arma de matarse y matar, o peor-. Pero la represión estricta, a palo seco, del beber en la calle que plantea el ministro me parece un remedio tan cuestionable como la enfermedad.
Primero, porque introduce en el uso de los espacios públicos un 'tú, sí; tú, no' opaco y arbitrario que puede servir de precedente y de coartada para cualquier otro tipo de exclusión. Segundo, porque tapona la tubería del problema sin abrir salidas o desvíos. Y es previsible que ese tubo se empiece a hinchar y acabe reventando por algún lado. Porque, ¿dónde van a ir ahora esos jóvenes disueltos? ¿Con qué van a reemplazar sus hábitos de reunión y de consumo?
Que el necesario control y respeto de la calle y de los derechos de cualquier vecindario se traduzca en una prohibición sin alternativa me parece, en ese sentido, no sólo una estrategia equivocada sino además irresponsable. A los jóvenes hay que inspirarles una posibilidad de cambio de ambiente poniendo a su disposición locales amplios, exteriores y libres, por ejemplo; ofertándoles programas culturales atractivos y baratos; estallando los horarios de los centros deportivos y de recreo; meneando los transportes nocturnos. E incentivando la utilización de los mismos mediante algún sistema de ventajas -entradas, descuentos y afines-. Hay, en definitiva, que allanarles el camino hacia otra cosa, en lugar de limitarse a ponerles en pie de guerra.
Y esa es mi tercera objeción. La iniciativa de Mariano Rajoy separa donde debería unir, instaurando una lógica de culpables e inocentes, agresores y agredidos, malos y buenos, en la que los jóvenes son naturalmente los primeros. Este no es un problema de calle, sino de interior, de la parte del fondo de la educación y del civismo. Un problema de cortesía, actitud civil que básicamente significa pensar en los demás. A esos chicos del botellón les falta, seguramente porque a nuestra sociedad le va faltando también, cada vez más. Pero, en cualquier caso, siempre será más fácil respetar al simplemente vecino que al definitivamente enemigo. Lo que vuelve todavía más nefasto el programa represivo y confrontador de Rajoy.
La cortesía civil hay que sembrarla por las buenas, desde la cuna y el parvulario. En su defecto, se puede intentar predicarla con el ejemplo. Del diálogo, se entiende, y de la consideración de las dos partes.
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