Una sirena de coral en el río
Cuando mi madre dijo
-Carlos
pensé que no se dirigía a mí. Estaba en mi lugar del sofá, con el periódico, sentado en la marca, más grande que la mía, que mi padre dejó al morir. Si acerco la nariz a la tela encuentro el aroma de su tabaco, pero distante, tenue, parecido a esas volutas difusas que siguen saliendo, a través de los años, de los frascos de perfume vacíos. En nuestra casa tenemos, en el armario, una caja de zapatos llena de ellos, todos diferentes, que sólo poseen en común la misma especie de fragancia violeta, que se disuelve en la nariz junto con recuerdos vagos, fugitivos
los recuerdos se me disuelven en la cabeza
de cumpleaños, bautizos, una boda hace siglos en la que me dieron vino y el suelo ganó una inclinación de barco, propicia a la náusea y al descubrimiento de Brasil. Mi padre usaba ese día una corbata color perla, con un alfiler que era una sirena de coral.
Si comíamos pescado, todas las espinas iban a parar al plato de mi padre
Mi madre incluso insistió para que yo trajese la sirena
-Ponte la sirena, Carlos
con la esperanza de resucitar el resentimiento complaciente en el que la vida de ambos se había convertido: el hecho de que, si comíamos pescado, todas las espinas fuesen a parar al plato de mi padre, no me parecía del todo casual. Mi padre las exhibía una a una a contraluz, mirándolas con un silencio canceroso. Años más tarde, el cáncer le pasó del silencio al páncreas y él acabó todo espinas que comenzaron a estrecharse. Volvió a usar la corbata color perla, pero no fue mi padre quien hizo el nudo. Miré alrededor en busca de la novia. No la encontré: todos los invitados estaban vestidos de negro y mi madre se pasó la noche sonándose. La tumba es la número 321. Tiene un jarroncito de mármol para las flores. Solemos llevarle rosas y mi madre vuelve a sonarse, pero menos, una sonadera discreta una que otra vez, mientras sacude la 321 con un plumero rápido, puesto que vivimos lejos y el almuerzo tarda mucho en hacerse. La sirena no se ha mudado a mi pecho: en compensación, las espinas han ido a posarse a mi plato. Hasta ahora el páncreas no ha dado señales, quizá para que mis silencios sean menos cancerosos que los de mi padre. Lo atribuyo al hecho de ser soltero.
Vivimos en un edificio antiguo de la ciudad, en la parte baja, cerca del río, y las gaviotas se confunden con las palomas en la ventana. Gritan de hambre todo el santo día, detrás del gasóleo de las traineras. Por eso la primera reacción cuando mi madre dijo
-Carlos
fue pensar que las gaviotas sabían mi nombre. Miré por la ventana y como no había ninguna y mi madre andaba un poco constipada, imaginé
- Puede ser ella en el tendedero
y la encontré junto a la tabla de planchar, con la bata de los domingos, una negra con dragones. Los dragones abren la boca y escupen fuego. Mi madre abría la boca igual pero no escupía fuego alguno. Decía
-Carlos
y siguió diciendo
-Carlos
con un tono de voz cada vez más bajo. Me acuerdo de que estaba planchando una funda. Me acuerdo también de que la voz se le iba poniendo pálida, tan violeta como las volutas de los frascos de perfume vacíos. Después la bata pareció vaciarse. La cara de mi madre se vació igualmente. Tumba número 877. Casi no me soné. Miento: no me soné nada, así como tampoco lo hago al visitarla. Mi novia me considera insensible. Por lo menos es lo que dice cuando no lloro con las películas. Duerme aquí los viernes y pasa la aspiradora.
Creo que es casi todo: mi vida es sencilla y no como pescado. Cojo una manzana de la cocina al llegar del trabajo, echo un vistazo con los ojos
-¿Con qué podría echar un vistazo si no fuese con los ojos?
al periódico, me aburro en eso un poco, me voy a dormir. Antes de dormirme, me quedo mirando el techo, donde la lámpara, que es una tulipa de cristal, esparce sobre mí una mansa y menuda claridad. Los viernes, como estoy acompañado, le presto menos atención a la tulipa para que mi novia imagine que estoy pendiente de ella. Se llama Berenice, un nombre que no le encaja bien a las gordas. Dália, por ejemplo, sería mejor. Hice la prueba
-Dália
y mi novia en el acto
-¿Quién es Dália?
toda erizada de celos. Me apetece explicarle
-Deberías ser Dália
pero, como la vida me enseñó que las personas son susceptibles, me callo. Me quedo así callado una media hora a gusto hasta que de repente ella
-¿Quién es Dália?
me sacude el hombro y busca pelos en mi chaqueta, como si los pelos viniesen con el nombre de su dueña impreso. Nunca encontró ninguno porque soy un hombre fiel. Cuando Berenice cumpla años le daré la sirena de regalo, eso en el caso de que ella siga viniendo aquí los viernes, con las novias nunca se sabe. Cuando me encuentro con su padre, siempre me pregunta
-¿Y? ¿Cuándo se decide, señor Carlos?
y siempre le prometo que lo pensaré. Como quien no quiere la cosa, ya tengo cincuenta y siete y el médico anda detrás de mí debido a la diabetes. No quiero que mi novia oiga
-Berenice
y crea que las gaviotas saben su nombre. Ya me la estoy imaginando sonándose por encima de mi tumba. Número 1696. O 7, no puedo saberlo con certeza. Creo que lo mejor es anunciar a su padre que me he decidido. Entonces me darán vino y se inclinará el suelo. ¿Dónde se comprarán corbatas color perla? Berenice, intrigada
-¿Para qué quieres una corbata color perla?
de modo que yo
-Para nada, olvídalo
sentado en la marca de mi padre en el sofá. Si acerco la nariz a la tela encuentro el aroma de su tabaco. Es gracioso cómo perduran esas cosas. Más que nosotros incluso. Berenice insistió
-¿Para qué quieres, dime, una corbata color perla?
y como no le respondí se calló después de llamarme insensible. Por mi parte cerré los ojos y me pareció ver una sirena de coral en el río. Es bueno pensar en sirenas mientras la tulipa de cristal esparce sobre nosotros una mansa y menuda claridad. Creo que por un momento me sentí feliz de ese modo: con los ojos cerrados abrazando a la sirena. Debe de haber unas sirenas más gordas que las otras preguntando obstinadas
-¿Quién es Dália?
en las espumas del Tajo.
Traducción de Mario Merlino.
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