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LA CRÓNICA
Columna
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Lejos del mundanal ruido

Nada más ajeno a mí que los rigores de la vida monástica, con su paz espiritual, su aislamiento, su frugalidad, sus votos de silencio y castidad, su milimétrica rutina donde todo está previsto y esos tremendos madrugones para rezar los maitines. Sin embargo, los monasterios y los conventos siempre han ejercido sobre mí una irresistible atracción, tal vez por puro afán de llevar la contraria, porque, educada en un risueño escepticismo bajo los potentes focos de la razón y privada de los misterios del catolicismo, en algún momento me empeñé en cultivar una romántica inclinación por lo tenebroso y mágico.

Aunque a veces me he preguntado si mi fascinación por monasterios y conventos no se deberá más bien al fatídico determinismo de mi apellido, que me hace sensible al tema a la vez que me condena a ser una candidata inverosímil al liderazgo de alguna comunidad monástica, pues, ¿dónde se ha visto una abadesa apellidada Abad? En cualquier caso, me chifla ir a comprar dulces a los conventos de clausura. Y no precisamente por los dulces, que suelo regalar, sino por el emocionante placer de llamar al timbre, aguzar los oídos y contener la respiración hasta oír el eco de pasos lejanos que se acercan poco a poco haciendo retumbar el embaldosado. Luego viene el estremecedor chirrido del torno al abrirse y el 'ave María purísima' con que me saluda la monja y al que yo debo contestar un 'sin pecado concebida' que pronuncio con la misma y extraña delectación con que de pequeña decía 'abracadabra, pata de cabra' o 'chiripitifláuticoespialidoso'.

Tras 19 años en África, el monje Xavier Morell aguarda en el monasterio del Miracle, en un rincón de Lleida, que le den luz verde para irse a Camerún

Pero esta vez no habrá dulces ni palabras extrañas y mágicas. El monasterio del Miracle, perteneciente a la orden de Montserrat y actual morada de seis monjes, se yergue en una apartada, húmeda y umbría ladera, en medio de un conjunto de edificios que tiene un no sé qué de incongruente, más por la disposición, el choque de estilos y la soledad casi absoluta que reina en estos parajes que por los edificios en sí. Por lo pronto, el bar al que nos dirigimos a preguntar dónde está la entrada al monasterio permanece cerrado, con lo que no nos cuesta cumplir el deontológico precepto de llegar sobrios a la entrevista. Y cuando nos acercamos a la alberca donde dicen que se apareció la Virgen (de ahí que el monasterio se llame del Miracle) vemos que persiste una capa de hielo, un detalle elocuente en cuanto a los rigores del clima en este rincón perdido de Lleida.

Después de 19 años en África, no es de extrañar que a Xavier Morell le cueste adaptarse al frío. Pese a que la conversación tiene lugar en una de las dos salas de visita del monasterio, el sacerdote aparece con bufanda y un anorak competente. Su biografía es tan impresionante que durante unos segundos contemplo la posibilidad de abrazar el celibato, a ver si me cunde más el tiempo. Después de ingresar a los 17 años en la orden de Montserrat y de hacerse sacerdote a los 23, ha vivido en Alemania, donde entre otras cosas fue secretario general de los inmigrantes españoles, se hizo maestro orfebre y consiguió el premio al mejor orfebre de Baviera. Amén de eso, habla seis o siete lenguas, ha estudiado cerámica, es enfermero especializado en enfermedades tropicales, durante los años sesenta trabajó en la colonia Gomis, en Monistrol (labor ésta que le ha granjeado recientemente un homenaje de Esquerra Republicana), ha fundado una asociación de minusválidos en Solsona y más cosas que me dejo. Sin embargo, los años más felices de su vida fueron los que pasó en Ruanda, adonde lo enviaron, en 1982, para echar una mano en un monasterio de benedictinos belgas durante dos años que luego se convirtieron en 19, a lo largo de los cuales ha trabajado curando enfermos en diversos hospitales e incluso ha hecho construir un dispensario.

Resulta sorprendente que la violencia y el horror de que ha sido testigo Morell durante las masacres tribales entre los hutus y los tutsis no hayan arrojado sombras sobre su mirada azul, vivaz y chispeante. 'Tengo fama de estar siempre de buen humor', sostiene antes de lanzarse a un encendido elogio de Chaplin, a quien admira porque, 'aun cuando hablaba de los dramas de la vida, sabía sacar de ellos la chispa del humor'.

Humor debió de necesitar mucho, desde luego, cuando, durante la guerra, se quedó él solo a cargo del monasterio, sin luz, sin apenas comida, viajando cada noche en una tartana desde el hospital al monasterio entre el fragor de las ametralladoras para tratar de impedir que los soldados se apropiasen del lugar. 'Y no creáis que los cascos azules sean mucho mejores: también lo dejan todo hecho un desastre', dice encogiéndose de hombros con una sonrisa perpleja, como si no diera crédito. 'Tenía un teléfono vía satélite y los soldados iban detrás de él. Sabían que había cinco en la zona y que los tenían los españoles, pero como yo estaba en un monasterio belga jamás sospecharon de mí, ji ji. Y, encima, ji ji, la cuenta del teléfono la pagaba Montserrat'.

A Morell le centellean los ojos cuando cuenta que está a la espera de que le den luz verde para irse a Camerún. 'No es ni mucho menos por espíritu de aventura. A mí me encanta leer, hacer cerámica y escuchar música, pero aquí se está demasiado cómodo y lo mío es cuidar enfermos'.

La Iglesia, me digo mientras nos alejamos, habrá cometido y seguirá cometiendo desmanes atroces. Pero entre sus filas siempre habrá gentes imbuidas de una sincera vocación de servicio.

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